sábado, 26 de julio de 2008

Elementos de estilo

Sin duda, vestir bien es de suma importancia: significa tomar posición, comenzar a luchar, insertarse en el campo de batalla político. Se puede encontrar por ahí un texto muy interesante de Wu Ming sobre estas cuestiones titulado El estilo como arte marcial. Lo cierto es que la problemática del vestido ha sido y es capital a la hora de abordar los procesos de constitución subjetiva. Pero todo el mundo sabe que lo de verdad relevante no es el traje sino la percha. De hecho, entrar a juzgar a la gente por la ropa que viste supone asumir el riesgo de convertirse, no ya en un reaccionario, sino en lo que es mucho peor, en un estúpido. Porque lo que resulta políticamente interesante es cómo cada cual lleva lo que se pone: en último término, lo que cada cual hace de sí mismo.

Ahora bien, no hay que olvidar que uno mismo, el propio cuerpo y, más en general, la propia existencia, no son menos artificiales ni están menos sometidos a los vaivenes de la moda que el último diseño de la última marca. En el fondo, la moda no es más que el estilo dominante, efecto de superficie en el mar de los combates. El canon del gusto o su colapso parecen responder al estado de las luchas. Todo nuestro cuerpo se forja conforme a los imperativos de la vida posmoderna. Cada uno de nuestros gestos responde a las exigencias de un poder incorporal que nos cerca y configura.

Hoy se imponen modelos enlatados para existencias diversas. Hay mucho donde elegir. Una vida de aventuras, con inmersiones en las playas cristalinas de Sipadan, saltos al vacío sobre el desierto de Kara Kum o expediciones a través de las selvas de Darién. Una vida dedicada a la intensidad del placer sexual, a los encuentros fugaces entre desconocidos, a juegos eróticos largamente preparados. Pero también están las más habituales existencias, dedicadas a fomentar la cálida placidez del hogar, la compañía firme de la pareja, la responsabilidad satisfecha de la camada. Incluso se puede optar por esa forma de ser densa e inquisitiva, de quienes, como Bataille, ríen porque su melancolía es excesiva, del intelectual que trata pacientemente de despejar las sombras que se ciernen sobre la imagen del mundo, de aquellos brujos solitarios, en definitiva, que pierden las horas entre lecturas, rebuscando preguntas, entretejiendo cosmologías.

Difícil resulta hoy trazar un existir refractario que no apunte directamente a la marginalidad o al suicidio. O que no persista como experimentación personal y por ello mismo inútil, instante abocado desde siempre al recuerdo autocomplaciente de quien se arrodillará ante la férrea lógica de lo posible. Acaso sólo reste el trazo de algunos gestos dispersos y anónimos a partir de los cuales comenzar a danzar el baile inmóvil de la subversión: brillan en mi retina la sonrisa inteligente frente al profesor ofuscado, el movimiento leve de una mano que roza otra mano y la acoge hospitalaria, la mirada feroz contra el policía, la lengua que acaricia un clítoris despierto, el aullido silencioso que en forma de pintada es abandonado sobre la pared de la ciudad para expresar el odio y fomentar su contagio.

lunes, 21 de julio de 2008

La parte de novedad

Al fin, cuando se trata del gesto, todo parece reducirse a una cuestión de estilo: las diversas modulaciones de la corporalidad, aún si resultan insignificantes, agotan el campo de investigación, acotan el espacio de estudio. Los devenires remiten sin cesar al ámbito de lo inesencial. ¿Triunfo, tal vez, del artificio? ¿Del simulacro y de la ficción? ¿Victoria definitiva de lo insustancial? Sin duda, una analítica del ser material atenta al gesto en cuanto partícula elemental de la existencia no puede dejar de presentar como confluyentes la dimensión ontológica y la dimensión estética. A lo que en definitiva se apunta es a una problemática estrictamente formal.

Demasiado pequeño o demasiado grande, el gesto permanece imperceptible. Sólo la concatenación de una pluralidad de esas ínfimas modificaciones de materia permite comenzar a hablar de cuerpos, de lo visible y de lo invisible, del mundo fenoménico o de la realidad. Todo acaba dependiendo de la forma en que se dispongan los sucesivos gestos, de su entrelazarse para dar lugar a una línea de existencia. ¿Problemas con el ritmo? ¿Demasiada repetición? ¿Excesiva monotonía? Siempre es necesario volver a aprender a andar. Los niños de barrio imitan a los cantantes de rap, repiten sus modos y, a través de semejante repetición, indefinidamente los transforman. Poseen una peculiar manera de caminar. Pero la suya es sólo una entre las muchas formas posibles. Y junto a lo ya dado, frente a lo posible, respira lo imposible, la impugnación creativa. En verdad, lo interesante es cómo cada cual introduce una cierta variación, una parte de novedad.

En algunas ocasiones, un tartamudeo no está de más. Define un peculiar tempo. Aparentes dificultades pueden disparar procesos de innovación: no pronunciar la erre puede llevar a incrementar el vocabulario en busca de sinónimos, o a hablar con un sonido menos pero sin que se note, haciendo del habla una corriente en la que los elementos diferenciales se difuminan en beneficio de la fluidez del lenguaje. También puede conducir a una insistencia en la anomalía fonética que conceda al elemento sonoro perfiles extraños, un toque de mala educación, algo rural, como quien no pudo aprender a hablar conforme a las convenciones burguesas, o, al contrario, un punto de cultismo, un cierto soniquete afrancesado y algo de frivolidad. En todo caso, es una oportunidad para el desvío, para trazar una trayectoria levemente diferente, algo que aún no estaba, para dotarse de cierta singularidad.

jueves, 17 de julio de 2008

Horizonte de sucesos

Partículas elementales de la existencia, los gestos trazan una superficie que es exterioridad pura, afuera absoluto, espacio abonado al azar y la dispersión. Sin embargo, nuestras vidas se encuentran organizadas según series gestuales perfectamente previsibles, codificadas en función de un sentido único más allá de cuya hegemonía sólo resta absurdo e irracionalidad. Bien delimitadas están las fronteras de lo posible. No huiremos sobre navíos de velas rojas a través de mares inexplorados ni transitaremos la jornada festiva que antecede a la revolución. Sin embargo, el despliegue de esa gestualidad adecuada al orden instituido no acontece sin fallas. Una y otra vez lo posible se quiebra, dejando relucir la contingencia de las determinaciones impuestas.

Los gestos refractarios abren una grieta en el orden del mundo, bloquean el sentido que impera sobre nuestras vidas. El escupitajo a la cara del jefe o la inyección de testosterona pueden abrir por un instante las fronteras entre lo que se puede y lo que no. En último término, la impugnación de los estrechos límites de lo posible parece pasar en todo caso por el sabotaje de uno mismo, por desligarse de los gestos que nos constituyen: animales obedientes, cuerpos domesticados. Devenir refractario requiere de un gesto imposible.

Con todo, ciertos gestos, al tiempo que impugnan el sentido hegemónico tienden a reducir el campo de lo posible, apuntando al naufragio. Siendo en sí mismos insignificantes, su proyección depende de la composición en que se hallen inscritos. Así, ocurre frecuentemente con los gestos repetidos de modo compulsivo, que dan lugar a algo semejante a eso que los físicos teóricos llaman horizonte de sucesos. El horizonte de sucesos es la línea imaginaria que rodea a un agujero negro dibujando una zona de sombra en la que la luz queda atrapada: representa el punto de no retorno a partir del cual no se puede sino caer hacia el interior. Del mismo modo, ciertos gestos, aún cuando suponen una revocación del sentido que gobierna como sentido despótico, si bien constituyen una irrupción de lo real-imposible, no se despliegan sino siguiendo una trayectoria de caída, como una implosión del propio código dominante, pero que tan sólo despierta al colapso de uno mismo.

Si es cierto que toda oportunidad de escapar a las series gestuales que nos conforman como sujetos sometidos resulta preciosa, no por ello dejar de ser necesario atender a los peligros que por doquier asedian. El escupitajo sobre la cara del jefe puede insertarse en una serie que haga de él un gesto de rebeldía, un ejercicio de resistencia y afirmación de la propia potencia. Mas también puede quedar inscrito como tránsito hacia la marginalidad o ademán idiota. Imprescindible resulta atender al modo en que los gestos pueden desarrollarse en una concreta coyuntura, a su impacto sobre uno mismo y sobre el contexto, y, en definitiva, a sus efectos. En todo caso, se trata de permanecer más acá del horizonte de sucesos, reincidiendo en aquellos gestos que definen posiciones de sujeto virtuosas, que disparan devenires afirmativos y rebeldes, que anuncia el estallido del común anonimato en una heterogeneidad alegre.

miércoles, 16 de julio de 2008

Irrupción de lo real

Tal vez desbarre, pero creo que no resulta descalabrado afirmar que, frente a la gesticulación, que tiene lugar una sola vez, que ha de permanecer única en cada ocasión, el gesto posee la rara virtud de repetirse. Incluso hasta la saciedad. El gesto puede retornar y retorna, igual a sí mismo. A condición, es cierto, de acaecer en instantes diferentes, en contextos alterados o sobre soportes diversos. En definitiva, desde esta perspectiva, el tic, no sería sustancialmente diferente de cualquier otro gesto. Salvo que su repetición se muestra compulsiva. Pero, precisamente por ello, se presenta como objeto privilegiado desde el que aproximarse a la escurridiza naturaleza de los propios gestos.

Así, pareciera que el gesto vuelve idéntico en el movimiento de su propio diferir. El que reaparece es el mismo porque es ya otro. El puño cerrado por encima de las cabezas, el grito que ordena soltar amarras, la mirada perdida: los gestos se repiten, y es precisamente esa su capacidad para repetirse lo que nos permite aprehender algo de su materialidad dispersa.

Aproximarse al gesto parece exigir, en primer lugar, el abandono de toda pretensión hermenéutica que trate de desvelar un sentido oculto tras el gesto, renunciar a un análisis que finalmente vendría a concedernos la profunda y oscura verdad que respira bajo esos fragmentos mínimos de corporalidad en movimiento. Porque la peculiar materialidad del gesto nos lo concede insignificante y superficial. Nada resta tras el gesto cuyo secreto prolifera en una repetición indefinida. El gesto no es síntoma de nada. Porque no hay un sujeto del gesto que pudiera dotarlo de sentido. El gesto es anterior a quien lo realiza. Es más, el gesto crea a quien lo realiza: define posiciones subjetivas en vez de reenviar a un Sujeto como al lugar de una síntesis o de una función unificante. Abre devenires.

El significado de los gestos es tan sólo un efecto de superficie, resultado de sus diversas combinatorias, de su contingente organización en series. Pero no hay un texto oculto que los gestos vendrían a traducir y a revelar secretamente. La monótona estructuración significante en que suelen aparecer integrados los gestos es exclusivamente consecuencia del conjunto de políticas de lo incorporal que acotan la exuberante pluralidad y reinscriben la excesiva dispersión en el seno de lo posible.

La particularidad de ciertos gestos vendría justamente de su capacidad para interferir en las series significantes, revocando, con ello, los límites de lo posible. Tales serían los gestos refractarios. Aquellos que impugnan la diferencia posible-imposible. Porque lo imposible no es exactamente lo contrario de lo posible. Antes bien, es la superficie a partir de la cual lo posible se recorta, el fondo de insignificancia desde el que el sentido se extrae. Así, los gesto refractarios suponen la actualización de esa dimensión anterior a todo significado, de esa instancia presubjetiva a partir de la cual se define lo que se puede o no se puede: son, en definitiva, una irrupción de lo real imposible, la impugnación del poder constituido.

Politica de lo incorporal

Acaso el gesto, ínfima sección de corporalidad en movimiento, acontezca como instancia no significativa a partir de la cual el sentido brota. Las sucesivas combinaciones de gestos perfilan una figura en la que lo imaginario va a asentarse. Así, el gesto mismo permanece invisible y enigmatico, siempre demasiado grande o demasiado pequeño respecto del contexto en que se inscribe. En ese sentido, el gesto funciona como fragmento de un ser material a partir del cual la realidad ha de componerse y concedérsenos.

Sin embargo, el gesto no es una realidad originaria fruto de la espontaneidad. No es el punto cero a partir del cual todo lo demás habría de encontrar su razón. Previa a la distinción entre lo que se nos aparece como dotado de sentido y lo absurdo, su naturaleza es, a pesar de todo, completamente artificial. De hecho, esa amalgama de gestos que llamamos cuerpo se encuentra cercada por toda una serie de dispositivos que la atraviesan y conforman. Mil líneas de fuerza rodean el cuerpo describiendo una zona de sombra, un campo incorporal que nos determina desde fuera, instigando unos gestos y censurando otros.

El cuerpo humano --nuestros cuerpos-- parece construirse a partir de todo un conjunto de políticas de lo incorporal que fijan unos ritmos y unos comportamientos, unos modos de ser y unos estilos de existencia. La madre que insiste en el buen manejo de los cubiertos, el maestro que exige saber estar. La vigilancia más intensa se derrama sobre cada uno de nuestros más insignificantes movimientos. Hasta que la jaula penetra en la cabeza del pájaro. Hasta que cada cual se trasmuta en su propio policía. La conciencia responsable se erige entonces como instancia reguladora de la adecuada conducta administrando los gestos de forma funcional y conveniente. Mas no hay paz en la esclavitud. Probablemente es entoces cuando irrumpen descontrolados los tics, las estructuras compulsivas, las repeticiones absurdas, trozos de un malestar indescifrado, común aún cuando experimentado como individual, solitario aún cuando afecta a todos. Ruptura en el interior mismo de la existencia, el gesto refractario se muestra como expresión de un cuerpo desbaratado, como traza de un rechazo y como grito contra ese poder que no por incorporal es menos despótico.

martes, 15 de julio de 2008

La razón del cuerpo

Como las muletillas que proliferan indefinidamente en el lenguaje, el gesto repetido de modo compulsivo rompe la línealidad existencial, su continuidad y su aparente sentido. Tal vez la muletilla que más se le aproxime sea esa que introduce un "¿no?" entre frases, entre palabras, cual instancia que nada dice, ni niega ni afirma, que demanda pero sin esperar respuesta, que, al fin, no es sino signo de un retraimiento y de una fragilidad del discurso. Del mismo modo, el tic quiebra la continuidad de la vida, impugna el sentido de la existencia. Es más, el tic implica, la apertura de un proceso de desubjetivación en cuanto que supone la disolución de las estructuras conscientes y la revocación de ese yo soberano que se pretende instancia decisoria. Nadie escoge sus tics, sino que vienen dados de antemano, impresos sobre un cuerpo que por momentos se revela ajeno.

Un gesto sencillo, como pudiera ser el pestañear, el rascarse o el carraspear, reproducido indefinidamente sin apenas intrevalo ni descanso alcanza a transformar la vida en una vida insoportable. Su primera función consiste en imposibilitar toda conexión social del sujeto del gesto. Este queda progresivamente impedido para cualquier labor. Y es que probablemente el tic sea una forma de rechazo incosciente frente a ciertas exigencias y determinadas tareas. Al fin, tal vez la repetición compulsiva no constituya sino una forma de resistencia al sentido impuesto, al orden de la existencia. De un modo u otro, en todo caso su emergencia impone la desactivación del mito de la voluntad, la quiebra de la fe en una supuesta racionalidad que habría de guiar nuestros movimientos. Al fin, ya lo enseñaba Nietzsche, por encima de nuestra pequeña razón, domina la gran razón del cuerpo.

En definitiva, el tic deja a quien lo realiza --a quien lo sufre-- abandonado ante la soledad de una vida imposible: ante una realidad que permanece como resto, al margen de las ilusiones que sobre ella se izaran, sin sentido pero aún no absurda, pues que previa a cualquier atisbo de significado. Luego la vida era esto, parece decir el gesto compulsivo: dolorosa repetición sobre el vacío.

lunes, 14 de julio de 2008

Repetición compulsiva

Acaso en el gesto, en ese fragmento mínimo --el más pequeño posible-- de corporalidad, se encuentre el secreto flotante, inaprehendido pero no oculto, de toda belleza, de una existencia hermosa. Pienso en el samurai solitario trazando con su espada el arco perfecto, mas también en la chica cuyo paso inspira canciones o el deseo de otra vida. Pienso en el gesto de quien escribe y en ello se transforma, como Kafka, en literatura, o en la mirada del que posa para una fotografía imaginando que su sonrisa habrá de perdurar y ser celebrada. Mas no es hoy el día adecuado para extenderse en esos movimientos ínfimos a partir de los cuales se expresan modos de ser potentes, experiencias virtuosas y alegres. Más oscuros son los gestos que ahora me ofuscan. Porque también el horror irrumpe a través de esos pedazos ínfimos de existencia, trazas de una mundanidad que relumbra en sufrimiento.

No me refiero al puño que golpea al inocente, ni a la orden que impone destrucción. Tampoco al gesto que extermina. Otro momento más propicio habrá para indagar en la estrecha relación del poder y el gesto. El horror del que hablo ahora es más sencillo, más cotidiano, aquel que trasluce junto a cada vida, independientemente de lo que a esta le haya tocado en suerte. Es la verdad que respira bajo el pecho, pero sólo en privilegiados instantes se revela, pues pareciera que su olvido es condición necesaria para persistir en la teatralidad de obligaciones y horarios.

Hay gestos que merecen una atención particular porque en ellos lo real penetra desabaratando las tramposas composiciones de lo imaginario. Entre ellos se encuentra el tic nervioso, ese gesto repetido hasta la saciedad mediante el cual el cuerpo descontrolado se rebela en un ademán mínimo que persigue llenarlo todo, que una y otra vez hace saltar la aparente continuidad del tiempo y de la consciencia. El tic expone un malestar presubjetivo a la vez que introduce una fractura en la comunicación: muestra, antes que nada, una dificultad para plegarse a las exigencias del contexto, pero ello lo hace a expensas de quien es su soporte, de aquel que realiza el propio gesto. Llevado al límite, el tic, que tendencialmente busca ocupar todo el espacio de la existencia, acabaría por hacer imposible cualquier otro movimiento, bloqueando definitivamente toda estructura consciente y, por ello mismo, toda relación con el mundo.

martes, 8 de julio de 2008

Mímica refractaria

Lo que me fascina en la lectura de la obra de Kafka proviene, entre otras cosas, de la consistencia peculiar que en ella adquieren los gestos. W. Benjamin ha llamado la atención sobre cómo en la escritura kafkiana se pone en funcionamiento un código de gestos que carecen a priori de significado, pero que no por ello dejan de presentarse en combinaciones diversas. Según Benjamin, los gestos de los personajes de Kafka son demasiado fuertes para el espacio en el que tienen lugar, permaneciendo por ello inexplicados. Los gestos no se adaptan a las situaciones y, tal vez, ni siquiera a esos mismos personajes que los realizan. Constituyen verdaderos acontecimientos. De algún modo, irrumpen en el mundo para quebrarlo, dejando en suspenso el sentido. Son al mismo tiempo el elemento decisivo y el más invisible. Igual que un gesto animal --dice Benjamin-- unen lo más simple a lo más enigmático. Así, liberados de todo sostén, los gestos en Kafka devendrían objetos para reflexiones sin fin: en definitiva, aparecerían como fragmentos de ser cuyo significado último resta indescifrado y que, por ello mismo, tratocan todo el entramado de lo real, lo impugnan.

Acaso me equivoque, pero me parece que no hay duda de la proyección política de una concepción de la gestualidad como la que Benjamin descubre en Kafka. En primer lugar, es la consistencia ontológica misma del gesto, desasido éste de toda instancia que lo viniera a preceder, lo que le confiere una dimensión subversiva. El gesto persiste abandonado a su soledad insignificante y sin fundamento, como lugar desde el cual habrá de desarrollarse un relato que, debido a su origen, no alcanza nunca a clausurase ni a adquirir sentido. De hecho, en tanto que acontecimiento, el gesto posee propiedades constituyentes o, como gusta ahora decirse, performativas, hasta el punto de que no hay ya un sujeto del gesto, y, si lo hay, es absolutamente secundario respecto del gesto mismo. Precisamente por esto, el gesto es repetible. Sin sujeto, la ruptura que introduce es imitable, es decir, se encuentra a disposición de todos. Encarnase en el gesto es inmediatamente afirmar la potencia de su anonimato. Pero, sobre todo, es dar lugar a la proliferación de fracturas en la superficie de este mundo saturado de sentido que nos ha tocado en suerte habitar.
Cf. W. Benjamin, Franz Kafka.

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia