lunes, 28 de diciembre de 2009

Balbuceos nietzscheanos

Leo la última entrada del blog de David sobre la vida insegura y el habla tartamuda que la atraviesa. La comento: la existencia es un puto balbuceo, un empezar a hablar siempre desde cero, constante incertidumbre ante lo que se hace y lo que se dice. Luego sigo tonteando en internet, dejando pasar el tiempo, retrasando la hora de la comida indefinidamente. Abro un cariñoso mensaje de correo de Paloma que me habla de un texto antiguo, de lo que éramos y de lo que somos, agua tan sólo, máscaras que se suceden, yonkys en busca de sedación, nada, como Borges o Proteo, somos los que fuimos. Apuesto a que han pasado al menos diez años desde que la vi por última vez. Seguimos sin embargo cabalgando el mismo deseo absurdo. Abgrund, creo que lo llamaban en la facultad, cuando nuestros primeros pasos, (pero nunca se me ha dado bien recordar palabros ni fechas, y con los años y los estudios he llegado a odiar demasiado la lengua de los nazis como para preocuparme por su correcta ortografía): fundamento desfundamentado, o lo que es igual, caminamos siempre sobre el abismo.

El suelo sobre el que creíamos apoyar los pies, ya lo supimos entonces, era mera ensoñación, como --y aquí tomo una imagen hermosa del para mí más interesante de entre todos los situacionistas-- la de esos personajes de dibujos animados que corren alocados hasta flotar más allá del precipicio, y es sólo la fuerza de su imaginación lo que los mantiene suspendidos en el aire, hasta que se dan cuenta de que ya no hay nada debajo y sorprendidos caen al vacío. Tal vez no seamos más que un movimiento descendente lleno de ese estupor que Aristóteles, el gran traidor a Platón, puso al comienzo de toda filosofía. Tal el nombre de nuestra personal travesía nihilista. Acumulamos recuerdos como escombros, imágenes de seres queridos que se alejan. Somos diferentes. Habrá tal vez ritornellos, pero cada cual sigue su ritmo.

El tiempo es siempre una herida en la que todo se diluye. Somos pura pérdida, devenir sin sentido. Nada, una sucesión ficcional tan sólo. Un efecto inestable del orden sociopolítico. Artificios mecánicos sin voluntad, que responden a los movimientos sísmicos de un deseo anónimo y carente de contenido, constructos materiales que habitan en el bamboleo que lleva del placer al goce y viceversa. Un hundirse en lo real-masoquista para retornar ojerosos a la falsa conciencia lógica de la identidad, del beneficio: ¡levanta las cajas, guarda la ropa, rellena los documentos, no te detengas, cumple y sé tú mismo! --tal la voz, nuestra voz, que nos impele; pero el fading siempre resurge y con él la disolución del yo, el retorno de lo reprimido, el deseo de lo imposible y luego la mutación, un nuevo sueño, otra máscara, la repetición de lo diferente, el eterno retorno de lo mismo. Vivimos en una indefectible precariedad, no ya laboral, también afectiva, existencial. Tal es nuestro sino: desviarnos una vez más sin olvidar las alianzas, a los viejos amigos.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Fuck religion

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Yo, traidor a mi género



"No queremos que nos vendan ni una vez más el cuento ese de los hombres por la igualdad. Si de veras se pretenden hombres por la igualdad, entonces que se unan a nuestra lucha. Sólo así serán partícipes del combate que nos lleva, a nosotras, a desmontar el funcionamiento patriarcal, machista y sexista de esta maldita sociedad".
Grupo de mujeres de Towanda, Eres Guerrera, juntas somos dinamita: manifiesto de las Jornadas Riot grrrls contra la violencia machista, 2009.

lunes, 21 de diciembre de 2009

No un libro, cien libros, mil libros

Transportar los libros, preguntarse cómo diablos se han ido acumulando en las malditas estanterías hasta convertirse en una carga imposible, excesiva para un solo hombre. Por qué fue que atestamos nuestras vidas de tinta impresa, de signos que se abren y se cierran, de frases subrayadas. Por qué ese empecinamiento en saturar las habitaciones y la vida con el Texto.

Porque es lo único que nos acerca a lo real. Tan sólo la escritura es realista. No nuestras vidas, mucho menos las largas horas que rellenan nuestras jornadas en el ajetreo que hizo indistinguibles trabajo y ocio, y donde suena sin cesar un bla, bla, bla que no es sino fuga hacia el olvido, fantasía absurda y cobarde. La letra escrita, su proliferación a lo largo de los días y de la historia, cubriendo las paredes y el suelo de nuestras casas, el tiempo de la existencia bruta, es el solo modo de permanecer realista: porque ella muestra la imposible concordancia entre el lenguaje y lo real, la pluridimensionalidad de lo real frente al orden unidimensional de la lengua.

Sólo en la insistencia en la enunciación, en la palabra escrita, en el signo desplazado, se hace posible entrever eso que escapa al discurso, lo imposible según Lacan, lo real que permanece no dicho, invicto en lo indecible, como un resto entre las voces, excremento o residuo en el teatro de lo expuesto. La vida transcurre en el delirio sin falla de una lengua que no hace sino sujetarnos al Fantasma, atarnos con fuerza a lo Imaginario. Despegarse del orden despótico de la lengua pasa necesariamente por infiltrase en los intersticios que hacen relumbrar la indefectible inadecuación del lenguaje y de lo real, por obcecarse en la verdad del deseo --su exuberancia irreductible, su pluralidad indefinida--, en esa posición trivial que abre al habla de las perversiones y rehuye el decir según la Ley.

Y, si somos en y por la lengua, sujetos del lenguaje, al lenguaje, siervos de un orden sin afuera, queda, con todo, la última estratagema, una pequeña trampa, acaso el último giro: abonar el campo de la escritura, crecer en la grafía, desviar la letra hacia nuevos entornos, fabricar otros idiolectos o perdernos en la experiencia límite de un lenguaje desgarrado --saltar, al fin, sobre lo dicho, hacia una forma ignota de la que, como Pasolini, pronto habremos de abjurar.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Fiesta

No me gustan los cumpleaños ni celebrar el año nuevo. Odio las fiestas religiosas e incluso los fines de semana. Me molesta sobremanera el imperativo de diversión. Sólo celebro el presente que me impele a permanecer con los amigos un rato más, y esos acontecimientos ínfimos que uno sabe siempre son la única excusa válida, como el deseo de una cerveza después de una aburrida jornada de trabajo o asistir a la presentación de un libro.


Yo ya tengo plan para el martes que viene: el 22 de diciembre, a las 21 h. presentaremos Noches de tránsito de Mark Kozelek en La lata de bombillas de Zaragoza (C/ María Moliner 7). Ahí podréis conocer al Señor James, ese amigo imaginario que está dispuesto a infiltrarse en vuestras vidas para llenarlas de libros. Pondremos un piscolabis de convite. Además, contaremos con la banda Kyoto, que tocará versiones de los temas de Kozelek desde sus inicios en los Red House Painters, y con dos pinchadiscos, Georgy Girl y Tripolar, que prolongarán la fiesta. A Nacho, a David, a León y a un servidor nos encantaría veros por ahí.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Lo común

"Como Madre Coraje, tenemos la misma guerra a la puerta, a dos pasos de nosotros, e incluso en nosotros mismos, la misma horrible ceguera, la misma ceniza en los ojos, la misma tierra en la boca. Tenemos el mismo amanecer y la misma noche: nuestra inconsciencia. Compartimos la misma historia —y ahi es donde empieza todo".
L. Althusser, "Bertolazzi y Brecht", en Pour Marx.

Últimas palabras del texto leído por J. Derrida en el entierro de su maestro L. Althusser.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Añorar la escritura

Demasiada vida, sin duda, colapsa el estudio y la cabeza. Pero había que poner en práctica los conceptos aprendidos. De nada sirven si no introducen cambios, variaciones a veces imperceptibles o grandes cataclismos. Antes de enfrentarse al hueco vacío de la página en blanco es recomendable dar una voltereta, moverse de manera estrambótica, hacer un viaje, crujirse el alma o toser un poco. Ahora me voy tras las huellas de Pessoa: a ser pirata, amante o aventurero, cualquiera salvo yo mismo. Aún así añoro sentarme en la silla, dejarlo todo, hundirme en la tarea absurda y lenta de la escritura.

viernes, 20 de noviembre de 2009

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Carta de presentación

Nacen Los Libros del Señor James con la intención de ser una colección de libros con personalidad múltiple, una biblioteca miscelánea donde quepan distintas procedencias, géneros y estilos. Sea la traducción de canciones en inglés, como las Noches en tránsito del norteamericano Mark Kozelek con quien se inaugura el sello; sean aforismos eufóricos, narrativa esquinada del siglo XX, ensayos para subrayar o autores pertenecientes a la antigüedad clásica, que son los asuntos que guardan turno de salida en la cartera del Señor James.

Los Libros del Señor James intentan abrirse a itinerarios transversales que comuniquen diferentes ámbitos de la cultura y el conocimiento, la canción y la filosofía, la novela corta y la poesía, el aforismo y el ensayo, la palabra en inglés o en francés o en griego o en alemán y la palabra en castellano, la escritura y la lectura. Poco le importa al Señor James que sus libros formen parte del pop, de la tradición moderna o la filosofía clásica, los atiende a todos por igual, los mezcla en los anaqueles de su imaginaria biblioteca como si se tratara de capítulos de una misma historia.

El Señor James es un personaje de ficción. Y, como todos los de su especie, tiene sus manías, sus obsesiones, sus peculiaridades. Como el Werther que imaginase Goethe, o como el Capitán Achab que persiguiese a la ballena blanca, como tantos otros, fantásticos o estrambóticos, el Señor James escribe su propia aventura. Es cierto que no va en busca de un tesoro lleno de doblones de oro, que su objetivo es otro: construir una biblioteca, su biblioteca, y compartirla. Pues su pasión son los libros hermosos, grandes y pequeños, de todas las épocas y géneros, de donde vengan, en cualquiera de las mil lenguas. Su único criterio es la belleza.

Los Libros del Señor James acaso vivan en los márgenes pero no son marginales; están hechos desde la independencia, ajenos a las dominantes de la industria, pero se vinculan estrechamente a la pasión de aquellos lectores que, atentos, como el Señor James, gustan tanto de la sorpresa como de la sabiduría.

Los libros del Señor James emprenden su ruta en compañía de la Editorial Eclipsados y el taller de diseño Vaca Resing, sin cuyo talento, apoyo y soporte estructural no hubiera sido posible botar este proyecto. Dicen que uno escribe de la misma manera que vive. El Señor James está convencido de que los libros se editan como se vive. Su biblioteca también es una biografía.


(Los libros del Señor James es un proyecto en el que participo junto a Nacho Escuín, David Mayor y León Vela. Queremos que el primer libro esté en las librerías a lo largo del mes de diciembre.)

lunes, 16 de noviembre de 2009

Literatura amorosa IX

Tras recordar mi odio hacia la pedagogía y las misiones evangelizadoras, sobre la tarde ofuscada decidí retornar al único espacio de aprendizaje que reconozco, que apruebo y he conocido, al espacio raro, denso pero flexible, del afecto. Volví sobre un texto que, como tantos otros, permanecía quieto sobre la estantería: De postmoderna superstitione, de Iván Alejo. Lo bueno de leer y releer a los amigos es que uno siempre tiene la sensación de que ya han dicho aquello a lo que uno llega sólo más tarde. Quizá uno lo escribiría de otro modo, introduciría importantes variaciones, cambiaría el estilo, insistiría más en algún punto y menos en otro. Da igual, lo esencial ya está ahí, en la voz de tinta que el amigo abandonara, sobre la estantería, para que, llegado nuestro momento, como la carta tardía o el mensaje olvidado, como en un eco nos alcance lo escrito.

Releo su Teratología y me doy de bruces con el amor como devenir monstruoso. Allí disecciona la obra de M. Duras, El amante, y ofrece la imagen de un deseo amoroso inasimilable porque imperceptible, pero también porque inevitable. Frente a las normas sociales que codifican las relaciones, el encuentro inesperado instituye un proceso de subjetivación demoníaco que arrastra a los cuerpos hacia un espacio aún por fundar. La ciudad y la familia hacen de los amantes una comunidad invisible, desobrada, inconfesable. Su monstruosidad reside precisamente en su invisibilidad, inaprehensible a las miradas y a las palabras, en el carácter secreto de su deseo irrevocable.

Es la clandestinidad sobre la cual los gestos amorosos se perfilan lo que destituye, como un sol negro, los repartos de luz, de lo visto y lo no visto, el campo de visibilidad y las configuraciones del espacio. Es la imperceptibilidad lo que desplaza las normas y trastrueca los organigramas. Como Deleuze y Guattari apuntaran, e I. Alejo cita: "Es necesario que el secreto se inserte, se insinúe, se introduzca entre las formas públicas, haga presión sobre ellas y haga actuar a los sujetos conocidos". El deseo desmedido e inconfesable dispara procesos de subjetivación divergentes, traza nuevas líneas, altera las costumbres, la percepción de la ciudad y los entornos --ahora con sus huecos, con sus franjas de libertad, pero también con los ámbitos del agobio y la claustrofobia--. La comunidad monstruosa que surge introduce otras formas de vivir el tiempo, de conducir los gestos, de abrazar el instante. Y es justo allí, donde el amor se revela imposible, allí donde es negado, rechazado, despreciado por el mundo, cuando con más fuerza deslumbra la potencia absurda del deseo, de un querer sin sentido, origen de un existir diferente. Es desde el estigma que con todo su furor se desvela el punto desde el que liberar la vida.

Y, sin embargo, si la comunidad amorosa es monstruosa, si es capaz de romper con la lógica del sentido que gobierna las vidas, es precisamente porque no acaba nunca de decantarse por sí misma, porque mantiene a los amantes a distancia, en la singularidad de una soledad compartida. A pesar de todo, si los individuos optasen de forma definitiva, rompieran con el secreto y rehicieran la vida según una norma nueva, la ambivalencia y con ella la monstruosidad de un "amor abominable" se diluiría en la aceptación de un orden nuevo. No hablamos de héroes, sino de monstruos. Pero de seres que, a pesar del estigma, son capaces de no pedir disculpas por lo que son, de nunca y bajo ningún concepto pedir perdón. Al fin, como concluye I. Alejo:

"Uno vive monstruosamente no sólo cuando lo decide, sino cuando el poder le hace vivir monstruosamente. Podemos sentirnos culpables por ello y repudiarnos a nosotros mismos como monstruos, o simplemente escupir la vergüenza y la culpa y vivir monstruosamente, reforzando las alianzas".
I. Alejo, Propuesta para una teratología del poder.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La sociedad del espectáculo

"Un curso no es una performance, y, en lo posible, es necesario no venir como a un espectáculo que encanta o decepciona, o incluso --¡pues existen los perversos!-- que encanta porque decepciona".
R. Barthes, La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1978-1979 y 1979-1980.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Nada que hacer

La filosofía griega le ha dado mil vueltas al asunto, lo ha abordado por todos los flancos como quien pretende asaltar un castillo inexpugnable, ha girado una y otra vez en torno a la misma cuestión. ¿Es posible enseñar filosofía? O lo que es lo mismo, ¿es posible enseñar la virtud? Conforme pasan los días mi convicción en que nada se puede aumenta. Es cierto que mi nula vocación pedagógica viene de lejos, de demasiado lejos tal vez. Siempre he pensado que es posible aprender, mas nunca enseñar. Que aprende quien quiere y lo que quiere: en definitiva quien puede, porque ya sabe lo esencial, su deseo de saber, y que nada se puede mostrar a quien insiste en cerrar los ojos o en mirar hacia otro lado, en vivir conforme a horóscopos o religiones, da lo mismo, siempre conforme a lo irracional.

De ahí que no crea en la función, supuestamente salvífica de la educación. Menos aún del profesorado. Nada he agradecido nunca a los que fueron o creyeron ser mis supuestos maestros, que sólo generaron en mí la sensación del más absoluto desprecio. No entendí sus estúpidas pretensiones de mostrarme un camino ni su egomaníaca insistencia en hacerme partícipe de sus personalísimas pasiones. Yo ya tenía las mías, y sus obsesiones no supusieron sino obstáculos a evitar, zancadillas, aburridos protocolos. De ahí que hoy observe con consternación las dos vías que se despliegan, y cómo una, terrible, se extiende dominando a las almas débiles a través de la fascinación y reduciendo a escombros lo poco que pudiera haber de interesante en las cabezas embotadas de estulticia.

No hay nada que enseñar, y, sin embargo, hay dos formas de intervenir sobre la inteligencia y la vida. La una despreciable. La otra, al menos, en la medida misma en que se ejerce como abandono, hace posible la proliferación de las diversas singularidades, de los matices, la aproximación, acaso imposible, a la verdad. La primera consiste en agradar al auditorio: alumnos fascinados por una palabra que es efusión, expresión apasionada, dicción inmersa en lo que se dice, retórica perfeccionada según lo que se espera y, en el fondo, seducción con la voz, charlatanería. Allí encontramos al maestro, transformado en personaje o marioneta, identificado plenamente con su lugar, con su lenguaje, vívido, asertivo, fascista, escupiendo sus ilusiones y sus fantasmas, rodeando como en una madeja a los oyentes, arrastrándoles al infierno en el que ya, definitivamente, como frente a un televisor o a un personaje de novela de aventuras, dejarán de pensar, perderán toda distancia crítica y quedarán ahogados por la lengua sinuosa del que enuncia.

La otra, la que me interesa, es seca, ronca, gastada. Ninguna teatralidad hay en ella. Sólo la molestia compartida entre aquel que habla y aquel que escucha. Verdad agobiante. Repetida. Una y otra vez diciendo lo mismo. Lo común, el malestar. Que el profesor no salva. Que nadie salva. Que el que escucha ya está perdido, sometido a la palabra del otro --lógica ajena--, a la de aquel que habla. Que el lenguaje o es distancia o es sumisión, servidumbre voluntaria. Hay una voz que te abandona o te insulta, que dice no me sigas, busca otro camino, forja tu decir en otros senderos, arrógate el poder de hablar por ti mismo. Hay una palabra que no se canta. Que sólo se escribe. No me interesan los profesores, con su bla, bla, bla interminable, con su tener como todo dios que ganarse la vida. Sólo quiero que se escriba. En silencio. Que se escriba una y otra vez lo diferente, la mutación perversa, otro camino que nadie habrá ni podrá seguir, una vía muerta tras la cual se hace necesario el desvío, sacar el machete y ponerse a cortar la maleza, internarse en otros parajes, insistir en la incógnita.

Pero en la caverna, de retorno, se reirán de ti, los locos te tratarán de loco, y te despedazarán el alma.

jueves, 5 de noviembre de 2009

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Un último viaje

El sábado pasado, al tiempo que me disponía para mi última expedición, murió, habiendo cumplido ya los cien años, Claude Lévi-Strauss, el autor de Las estructuras el elementales del parentesco, ese libro que nos enseñó que nada somos salvo el efecto contingente de diversas series relacionales que se cruzan unas con otras para ponernos en nuestro lugar, meros productos del tejido simbólico que nos precede y nos constituye, apenas sí híbridos de signo y valor, soportes de estructuras en las que nos hallamos insertos. De él había aprendido yo la esencial lección. Como en toda investigación etnográfica permanecí atento a los intercambios, especialmente a aquellos que se presentan a sí mismos bajo la forma del don, sabiendo que la lapidación de palabras, sustancias u objetos, responde siempre a lógicas perfectamente codificadas según las cuales a cada sujeto se le obliga a ocupar una posición, a representar un momento de la formación social desde el que podrá hacer y percibir unas cosas y otras no. El sujeto no es sino aquel que se encuentra sujetado a la interpelación que supone todo intercambio. Me concentré, por ello, en recordar esas palabras mágicas cuyo poder secreto se tiende a olvidar, el poder de los nombres que nos fueron asignados y a cuya pronunciación respondemos desde antes acaso de saber hablar. Profundicé en la labor etnográfica con la parsimonia de quien sabe que lo único importante vendrá luego, durante el proceso de redacción de las conclusiones, cuando, ya de vuelta, las notas tomadas empiecen a cobran sentido y lo observado, despojado de toda esa ganga de la aventura, sirva para despejar, aunque sólo sea levemente, un fragmento de la verdad.

Nunca olvidaré las palabras con que Lévi-Strauss comenzase ese libro de título maravilloso: Tristes Trópicos. Palabras que incansablemente repito, cada vez que tengo ocasión: "Odio los viajes y los exploradores. Y he aquí que me dispongo a relatar mis expediciones...". También a mí me resulta esa la parte engorrosa de mi trabajo. Tener que insertarme en otras tribus, las incomodidades del tránsito, el hambre y la falta de sueño, la excitación artificiosa, la inevitable persistencia en esa zona fronteriza que no le permite a uno entrar del todo ni quedarse fuera. Pero es divertido luego, ahora, revisar los organigramas, atender al comportamiento diverso de los diversos componentes tribales, especialmente cuando, como es el caso, se trata de sistemas que, siguiendo a Hobsbawm, podemos calificar de primitivos: ver a quienes ocupan los espacios limítrofes y pueden por ello actuar como receptores, a quienes taponan ciertas zonas recubriéndolas de incomunicación y generando con ello la ficción de un centro oscuro al cual no todo el mundo puede acceder, a las mujeres siempre escasas en número gozando de prácticas homoeróticas en un campo de acción que excluye toda relación afectiva o sexual entre hombres, a esos otros personajes que, perfectamente insertos, sin embargo cumplen funciones expiatorias para la comunidad.

La labor del antropólogo, a pesar de las angustias por la distancia que separa del hogar y demás inconvenientes, permite retornar con un saber que él sí merece la pena: permite saber que los comportamientos se encuentran determinados según lógicas más o menos precisas, que los individuos se encuentran atados a la red de relaciones que los incluye-excluye según modalidades diferenciadas, que, en definitiva, todos, incluso aquél que va a estudiar, no observa y actúa sino a partir de su posición, que, por tanto, todos somos poco más que funciones de un entramado que nos excede y al cual respondemos de manera perfecta. Era necesario bajar a la calle para contemplar las estructuras. Lévi-Strauss fue uno de los primeros que lo hizo. Tras la expedición que me condujo a través de la noche, el maestro de la antropología estructural había fallecido. El maestro de Lacan y Althusser, de Barthes y Foucault, de Bourdieu y de tantos otros sin cuyas aportaciones nuestro pensamiento seguiría siendo --si es que a pesar de todo no lo es aún-- pensamiento salvaje. Ha muerto C. Lévi-Strauss, aquél que describiese el objetivo último del pensador, acaso la sola esperanza válida:

"El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él. Las instituciones, las costumbres y los usos, que yo habré inventariado en el transcurso de mi vida, son una eflorescencia pasajera... Cuando el arco iris de las culturas humanas termine de abismarse en el vacío perforado por nuestro furor, en tanto estemos allí y que exista un mundo, ese arco tenue que nos une a lo inaccesible permanecerá, mostrando el camino inverso al de nuestra esclavitud".

Lévi-Strauss marcó la vía: recorrer el camino inverso al de nuestra esclavitud. A nosotros nos toca seguir la senda. Ir más lejos. Profundizar otras selvas. Hoy la filosofía no es sino la etnografía de lo más próximo, de nuestro propio mundo, de nuestra cultura, de nuestra barbarie. La elaboración de una mirada lúcida que nos permita escapar de estas estructuras absurdas que nos hacen ser lo que somos y que nos cercan. Es una pena que no se retorne de la muerte, ese último viaje. ¿Quién sino él, Lévi-Strauss, podría regalarnos la más detallada y por ello mismo la más hermosa cartografía del infierno?

viernes, 30 de octubre de 2009

Pulsión de escritura

El impulso de la escritura surge en ocasiones acompañado de cierto temblor, de una excitación peculiar, semejante acaso a la que atraviesa a quien espera al ser amado que se retrasa, a quien ya desnudo intuye la proximidad del sexo, a quien se viste antes de la fiesta, a quien mira el reloj sabiendo que está a punto de sonar el timbre de la fábrica. Todo entonces parece un obstáculo al deseo informe de escribir. Las personales obsesiones, los horarios de oficina, las ideas, historias o temas, la familia, la música, la física e incluso las propias entrañas. Todo resulta incómodo. Porque el impulso no busca decir nada. Tan sólo exige arrastrar al cuerpo hacia un laberinto de palabras, abandonarlo a la agitación sin origen ni destino, al raro placer del texto, esa dicha extraña.

lunes, 26 de octubre de 2009

Escribir es inmolarse

Ninguna sublimación. La escritura siempre se erige contra el que escribe, para decir su verdad, la del cuerpo enfermizo y el deseo informe: por qué ahora este impulso de confesar, de dónde el desamparo y la angustia, desde cuándo la pulsión sadomasoquista. Freud habla de una "orientación demoníaca de la existencia" para referir aquellos casos en los que el sujeto parece encontrarse capturado en una red causal de acontecimientos fatales que se repite periódicamente y que, aunque aparenta deberse a razones externas, ha de ser explicada a partir de la posición inconsciente del individuo. Tal vez la tarea nocturna que retorna sobre lo mismo, sobre el gesto recurrente de unir letras y palabras, de enunciar afectos en silencio responda a esta lógica infernal que no lleva al que escribe sino a insistir en la neurosis de fracaso, a dejarse arrastrar siempre una vez más por la compulsión de destino. Escribir, como amar sin respuesta, es hacer saltar la propia vida en pedazos, instalarse en el goce perverso, retardar el bienestar como en un indefinido suicidio.

domingo, 25 de octubre de 2009

Mitologías



R. Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso.

viernes, 23 de octubre de 2009

K.

Como aquella figura que avanza, inquieta, móvil, impulsada, veloz hasta la transparencia, hasta dejar de ser figura y confundirse con el viento, hasta deshacerse contra el viento y transformarse en animal, en crin o fluctuación, en paso a lo imperceptible; como aquel deseo de ser piel roja que acabase fundiéndose con el caballo hasta borrar el caballo y ser ya sólo la transición aérea; los diarios de Kafka cabalgan una máquina rara, una multiplicidad de máquinas que tienden a borrarse, a confundirse con su funcionamiento, no con su función, que permanece no especificada, sino con el flujo mismo, magmático, cortado de continuo y vuelto a retomar, de la escritura. El deseo de ser novela, se podría decir, o un devenir-escritura. Abordar lo diarios de Kafka, tal vez o en principio como ocurre con cualquiera de los otros dispositivos textuales del judío incrédulo, enfrenta a una sorpresa y a un extrañamiento respecto del género mismo al que dicen pertenecer. En primer lugar, los diarios, y se excluyen aquí los diarios de viajes, que acaso ya sean otra cosa, sigan otra lógica, sitúen en otro lado; los diarios no pasan, como pudiera esperarse, por la autobiografía ni la contemplación introspectiva. No al menos en lo fundamental. Kafka se encarga de anotar: “Mi odio a la observación activa de sí mismo. A interpretaciones psíquicas del tipo: Ayer estuve así por tal motivo, hoy estoy asá por tal otro…” [463].

Es cierto que hay bloques, y bien se pueden detectar, de autobiografía. Anotaciones de acontecimientos que se acoplan de un modo u otro a la función-autor, pero también anotaciones de sueños, de recuerdos, e incluso reflexiones que giran en torno al yo como alrededor de un efigie mágica, tercera persona flaubertiana. Hay bloques de autobiografía, pero estos no conforman la corriente central de los diarios. Hasta el punto de que no puede detectarse nada semejante a algo que pueda definirse como corriente central. Los diarios de Kafka siguen una lógica perversa, diabólica, en cuanto que, como el endemoniado geraseno, es múltiple, diversa de sí, en constante transformación, imprevisible aunque compacta. Probablemente provenga como aquel de un fondo subterráneo de grillos rotos. En primer lugar, los diarios se presentan como una acumulación de fragmentos textuales, de unidades parcialmente coherentes de escritura. Organizados en doce cuadernos y algunos legajos dispersos que abarcan desde 1910 hasta junio de 1923, trece años de apostillas que se suceden según ritmos de interrupción variables. Entrar en ellos obliga a asumir la constancia con que la propia textualidad rechaza una lectura que pretenda agotar su lectura según la imposición de un sentido unívoco o de un formalismo de código. Sin embargo, eso no quiere decir que toda lectura sea imposible o deficitaria necesariamente. Se pueden, al fin, detectar ciertas recurrencias, trazas algo más gruesas, mecanismos que se repiten y que, sin llegar a clausurar la apertura esencial en la que persiste lo dicho, nos dejan, si no entrar, sí al menos observar desde este lado de la puerta y describir lo percibido. Laberinto en el que todos los pasadizos conducen afuera, que constantemente te expulsa, en palabras de Felix Guattari, Kafka, “Renunciando a hacer pasar sus puntos de sinsentido bajo el yugo de una hermenéutica cualquiera, los dejará proliferar, amplificarse, para engendrar otras formaciones imaginarias, otras ideas, otros personajes, otras coordenadas mentales, sin ningún tipo de sobrecodificación estructural. Se instaura entonces —añade el francés— el reino de procesos creadores antagónicos al orden establecido de las significaciones. Procesos de producción de una subjetividad mutante, portadora de potencialidades susceptibles de enriquecimientos indefinidos” [19].

No hay hermenéutica posible de la textualidad kafkiana, porque no hay ley que rija la escritura. El 6 de septiembre de 1921 el propio Kafka abordaba la cuestión por el lado de la metáfora. “Las metáforas —anota en su último cuaderno— son una de las muchas cosas que me hacen desesperar de la escritura. La falta de autonomía de la escritura, su dependencia de la criada que enciende la calefacción, del gato que se calienta junto a la estufa, incluso del pobre viejo que también se calienta. Todas esas son operaciones autónomas, que se rigen por su propia ley, solo la escritura está desamparada, no habita en sí misma, es broma y desesperación” [p. 657].

De algún modo, la escritura para Kafka parece siempre desplegarse fuera de sí, según órdenes ajenos, en una intemperie que necesariamente la lleva a conectarse con la exterioridad siguiendo modalidades concretas —la estufa, la criada, el gato, el viejo, etc. A partir de estas y otras consideraciones se pueden comenzar a discernir diversos procedimientos, segmentos textuales, formaciones fantasmáticas, etc., que aproximan al funcionamiento de la obra kafkiana, y, por supuesto, en concreto a sus diarios, pues, de hecho, la mencionada irreductibilidad a toda interpretación que caracteriza la escritura de Kafka aparece de manera eminente en las anotaciones que, a un lado, al lado de las novelas, las cartas y los relatos, conforman esta componente. Componente-diarios. Una componente que es en sí misma ya plural y disforme, pues engloba una pluralidad de dispositivos literarios muy diferentes los unos de los otros. La mecánica del relato. La sentencia o la imagen brevísima. La exposición de estados afectivos. La descripción o el retrato. La figuración de movimientos. El recuerdo de lecturas, etc. Los diarios rechazan desde su inicio mismo toda pretensión sistematizadora. Pero quizá se pueda, a pesar de todo escribir sobre ellos. En primer lugar, al menos, como un flujo intermitente de anotaciones sin intención clara: El 27 de junio de 1919 retoma la escritura del diario, de su último cuaderno, tras más de un año y medio de interrupción. Entonces escribe: “Nuevo diario, en realidad sólo porque he estado leyendo el antiguo. Imposible ya averiguar ahora, a las doce menos cuarto, algunas razones e intenciones” [636]. El sentido que gobierna la escritura permanece en todo caso difuso, desde el principio. La redacción de los diarios comienza con un fragmento breve en el que puede leerse: “Los espectadores se ponen rígidos cuando pasa el tren” [41]—sentencia por lo demás descriptiva, aunque su significado permanezca sin especificar, por cuanto no se determina ni de qué tren se trata ni porqué los espectadores reaccionan a su paso. La anotación es abandonada en su asignificancia. En octubre de 1913, se anota otra reflexión bastante precisa acerca del carácter de los fragmentos en que se encuentra repartida la redacción de los diarios: “Ni siquiera tengo ganas de llevar un diario —dice Kafka—, quizá porque en él empiezan a faltar demasiadas cosas, quizá porque continuamente tuve que describir en él acciones incompletas, por lo que parecen necesariamente incompletas, quizá porque el hecho mismo de escribir contribuye a mi tristeza” [448].

Las anotaciones parecen en todo caso adolecer de una debilidad que les es consustancial. Esta debilidad, el hecho de que aparecen siempre como incompletas, no detiene, sin embargo, la redacción. Tampoco la sospecha de que el propio ejercicio de escritura esté en el origen de la afección de tristeza que Kafka sufre. El flujo de palabras continúa según muy variados registros, siempre de manera intermitente, como tarea abandonada y vuelta a retomar de continuo. Hasta el punto de que el interés de los diarios parece reducirse a su carácter experimental. La escritura aparece en ellos como ensayo. Los diarios como laboratorio cuyo significado no llega en ningún caso a coagular de modo definitivo. 29 del IX de 1911: “Alguien que no lleva diario no es capaz de valorar un diario correctamente” —apunta Kafka, para a renglón seguido describir los particulares estados subjetivos por los que pasa Goethe en la jornada del 11 de enero de 1797: serenidad, visión sistemática, ideas excitadas… [64-65].

La escritura de los diarios siempre avanza. Sin destino pero avanza. A pesar de las muchas contrariedades y de las dificultades terribles que ella misma se encarga de consignar. Insomnio, dolores de cabeza, enfermedad. La última anotación, de agosto de 1923, cifra adecuadamente la mecánica a la cual Kafka se ha abandonado durante lo últimos trece años: “Cada vez más angustiado cuando escribo. En comprensible. Cada palabra, volteada en la mano de los espíritus —ese giro de su mano es el movimiento característico de ellos— se convierte en lanza dirigida contra el que habla. Muy especialmente una observación como esta. Y así hasta el infinito. El único consuelo sería: ocurre, quieras o no ocurre…” [639]. Siguiendo la definición que diese Deleuze, la escritura de los diarios parece responder a una “experimentación inmanente que decanta los elementos polívocos en ausencia de todo criterio trascendente”.

Y, sin embargo, la elaboración de la escritura de los diario se teje con la vida. Teje un acoplamiento con el afuera. Como se ha apuntado, se encuentra necesariamente ensamblada a elementos que le son exteriores. Al trabajo y a la institución matrimonial, pero también a imágenes y figuras de muy diverso tipo. Si el flujo a ratos desbocado de las cartas, especialmente de las que se encuentran dirigidas a mujeres, se encuentran siempre acopladas a un personaje exterior, Felice, Grette o Milena, el flujo de los diarios no parece encontrar más acoplamiento que el que los propios textos generan. Sin duda, encontramos esos mismos nombre y otros muchos, pero el diario no demuestra dirigirse a nada, ni aún siquiera a sostenerse a sí mismo, como acaso ocurre con la práctica epistolar kafkiana. Abandonado a su inevitable dispersión tanto temática como formal, al procedimiento que avanza hacia ninguna parte, que se acumula siguiendo líneas de variación imprevisibles, el diario se erige como mero artefacto literario, depurado de toda referencia significante. “Ando a la caza de construcciones —anota Kafka—. Entro en un cuarto y las encuentro revolviéndose, blanquecinas, en un rincón” [455].

¿Cómo funciona, entonces, lo que se escribe? Lo retratos descriptivos de personajes o situaciones, de ciertas posturas, de elementos de la vestimenta, que, por otro lado, tienen una amplia presencia a lo largo de los diarios, permiten una primera aproximación a la relación que la escritura sostiene con su exterioridad. Estos retratos, que en principio pudieran funcionar como medios para la codificación de los afectos o como procedimientos para la clausura del flujo asignificante en tanto que, parece, la escritura podría quedar capturada en su relación con la realidad, a través de la imagen, sin embargo, en su proliferación y en su fragmentación no hacen sino deshidratar la representación hasta que su contenido queda reducido a y transformado en vehículo expresivo, procedimiento textual.

En este sentido, los personajes que atraviesan los diarios resultan en cierta medida ejemplares. Se ha hablado mucho acerca de la presunta distinción que Kafka produciría entre formas especificadas de mujeres: las hermanas, las criadas, las novias, las prostitutas. Parecería así que se desarrollan ciertos arquetipos femeninos con funciones diversas en el interior de los textos y en relación al movimiento del resto de los personajes, especialmente de K. Sin embargo, los diarios hacen estallar semejante clausura del segmento femenino. Las figuras femeninas se multiplican sin cesar. Dos jóvenes que K. se cruza por la calle, una rubia y otra morena. Una campesina junto a su marido, algo encorvada, etc. Todas estas figuras introducen cargas eróticas que operan en el interior mismo de la propia máquina de escritura, conectándola con el afuera. Hay un acoplamiento de la escritura, de los diarios, a esa exterioridad que se describe diferente sin cesar y que aparece como multitud dispersa, como un conjunto abierto de singularidades de entre las cuales, por momentos, algunas adquieren una relevancia extraordinaria. Por otro lado, la carga erótica no deja de encontrase a lo largo de los diarios también presente en relación a los personajes masculinos. Como dicen Deleuze y Guattari, [101] hay una efusión homosexual que, en el caso de los diarios, atraviesa las descripciones de los compañeros y de los amigos, de un círculo que es sobre todo circulación, pasaje, contemplación instantánea detenida. Su presencia también funciona. He ahí la compañía durante el paseo, el tomar café con, cruzar unas palabras. Pero más especialmente la relación con los desconocidos, que son tratados con idéntica minuciosidad que cualquiera de las mujeres. Y del mismo modo los objetos. Todo. Hay un erotismo kafkiano que acaso no pase por la cuestión de los sexos y ni siquiera de por las personas sino que se desarrolla como intensidad descriptiva, dentro de la multiplicidad inabarcable de retratos y conforme a cotas de mayor o menor agrado, mayor o menor repulsión. Algo así como un fetichismo sin fetiche especificado, fluctuante. Este erotismo dependería exclusivamente de la expresividad y de las variaciones en el procedimiento, en el despliegue de la escritura.

Ahí parece residir el principio del pacto diabólico que Kafka contrae. Se trata de establecer un contrato anti-conyugal. Es cierto que las mujeres, o más concretamente Felice, y a partir de la relación con ella la crisis que culmina en 1914, determinan un punto importante en el desarrollo de la escritura de los diarios de Kafka —hasta el punto de que a partir de F. se hacen algo más legibles las sucesivas relaciones que Kafka mantenga con otras muchachas, pero también la relación que mantiene con el trabajo, con la familia, e incluso, se podría afirmar, con la generalidad de los seres humanos. Se evalúan lo que pueda haber a favor y en contra de la boda: “1...2...3...4...5...6.Delante de mis hermanas —anota K.— he sido, sobre todo antes, un hombre completamente distinto a como soy delante del resto de la gente. Temerario, franco, poderoso, sorprendente, emotivo como solo lo soy cuando escribo. ¡Se pudiera ser así delante de todos, por mediación de mi mujer! Pero ¿no sería entonces a costa de escribir? ¡Eso no, eso sí que no! 7...” [pp.436 y s.]. El pacto diabólico con la escritura pasa por firmar un pacto anti-conyugal. Por permanece soltero. Célibe. En el esbozo de Carta al Padre de Felice ( y tras leer a Kierkegaard): “Mi empleo me resulta insoportable porque contradice mi único anhelo y mi única vocación, que es la literatura. Dado que yo no soy nada más que literatura y no puedo ni quiero ser nada más que eso, mi empleo no podrá atraerme nunca, aunque sí puede destrozarme completamente. No estoy muy lejos de eso. Soy presa de incesantes alteraciones nerviosas, y este año de preocupaciones y torturas por mi futuro y el de su hija ha puesto de manifiesto mi completa falta de resistencia…. Y ahora compáreme usted con su hija… conmigo, hasta donde yo puedo verlo, será desdichada. Y no solo por mis circunstancias externas, sino todavía más por mi propia naturaleza; yo soy un hombre encerrado en mí mismo, taciturno, nada sociable, insatisfecho, aunque no pueda calificar todo eso de desdicha para mí, pues es únicamente el reflejo de mi meta… vivo como un desconocido entre desconocidos… La razón es sencillamente que no tengo la menor cosa que decirles. Todo lo que no es literatura me aburre y lo odio, pues me molesta o me estorba, aunque solo sea en mi imaginación. De ahí que carezca de todo sentido de la vida familiar, como no sea el de la observación… Un matrimonio no podría cambiarme, de igual forma que mi empleo no puede cambiarme”. [444]

Kafka deviene a través del pacto, máquina de escribir, mecanismo de escritura, máquina célibe como aquella que describiese al final de su relato sobre la Colonia Penitenciaria. La máquina célibe hace referencia a una antigua máquina paranoica, que se levanta, en esta ocasión contra el padre, contra la Ley. La escritura permanece en los márgenes de la Ley, sin llegar nunca a ingresar en ella —ver Carta al padre, pero también las observaciones en torno a los daños inflingidos por la educación: “Pensándolo bien, he de decir que mi educación me ha hecho mucho daño en no pocos sentidos…” [46-54]— y se inscribe sobre el cuerpo. Se escribe en el propio cuerpo. No hay otra superficie de incripción que no sea el cuerpo, el cuerpo como espacio de inscripción. Hasta la muerte. Sin embargo, para no morir. A las consideraciones y las lecturas que observan en la pragmática de los diarios una profecía apocalíptica, en la que la muerte se inserta de manera natural como conclusión ya prevista y acaso incluso buscada, se opone una lectura de la escritura como máquina de intensificación de los afectos. El permanecer célibe de Kafka es también un devenir escritura: el ya citado “yo no soy nada más que literatura y no puedo ni quiero ser nada más que eso”. Kafka no deja de anotar los afectos estrictamente físicos en relación a su pacto con la escritura. El pacto con el diablo, que se opone al pacto conyugal, pero también al pacto con la vida tal y como la dicta la Ley. El pacto es legible como un pacto masoquista, no tanto en lo que tiene de destructor cuanto en lo que puede hacer por intensificar los afectos, los efectos corporales. El dolor, sin duda. Pero también los momentos de exaltación: “…La firmeza que me proporciona escribir lo más mínimo es, sin embargo, indudable y maravillosa…” [459]. La escritura como intensificador de la vida.

viernes, 16 de octubre de 2009

El árbol talado que retoña


En la noche gris de la cárcel, el decir que escapa a los barrotes y a la obediencia, al patio que nos cerca. Hoy que ya no hay afuera, cuando la realiad es sólo una y estrecha, leo a poetas amigos, a quienes como yo aprendieron la lección del maestro, que no hay vida sin poesía, que la poesía es resistencia, que ahí se juega todo, en el espacio de la palabra, que no hay otro campo de batalla ni más lugar para nuestra alianza. ¿Dónde el amor sino en la distancia en que se unen y se separan el lector y la escritura? No existe verdad o belleza sino en esa fraja de libertad, en ese silencio sin ley en que se escucha otra habla.
Marcos Ana & co., El árbol talado que retoña: homenaje a Marcos Ana, Editorial El Páramo, 2009.

jueves, 8 de octubre de 2009

domingo, 4 de octubre de 2009

Literatura amorosa VIII

Recuerdo habérselo comentado a S/M poco tiempo después de que el libro saliera. No acababa de ver lo que se proponía. El amor me parecía entonces un afecto esencialmente reaccionario. La pulsión posesiva, los regímenes de dependencia mutua, el cuarto de estar como lugar de encierro, el empecinamiento idiota, los chantajes sentimentales y los contratos coercitivos se me presentaban como sus efectos más habituales. Sabemos de demasiadas muertes por amor, de asesinos enamorados que sólo saben de cuchillos y gasolina. Odié ese romanticismo vulgar que tiñe nuestras pantallas y nuestra época y promueve la absurda creencia de que la salvación acontece en relaciones de a dos. Odié el mito del andrógino original y todas las teorías platónicas.

Algunas investigaciones posteriores y ciertas experiencias concretas han cambiado levemente mi punto de vista. ¿Qué otro objeto puede tener la filosofía que la mutación de las perspectivas, que una apertura de devenires diversos, que la transformación de la posición subjetiva? No olvido ni por un instante los antiguos argumentos, pero sé que ahí reside lo único interesante, en modificar el sentido de las palabras, en observar lo que ya estaba y permanecía olvidado en el interior del concepto. Hoy sé que el amor se levanta siempre y necesariamente contra el amor. Que se ama contra el amor instituido, ya configurado. Que amar es producción de una nueva estructura relacional, de nuevas modalidades afectivas, de una sentimentalidad antes ignorada.

Amar en función de la norma no es amar, es adecuarse al confort de un mundo despiadado, encerrarse en una célula de aislamiento, voluntad encapsulada, derrota, retirada. Amar como se supone que se ama, según los cánones del buen comportamiento, es renunciar al amor, a lo poco o lo mucho que este pudiera tener de hermoso, de subversivo. No se ama sino odiando el amor, y sacando de ese odio las fuerzas de transformación que generarán otra vida, que aniquilarán de una vez por todas el estereotipo. Se trata siempre y sólo de desbaratar lo que ya es, de asomarse al abismo, de hacerlo crecer, de perseguir lo imposible, de hacer de las propia elección un cortocircuito en la continuidad de lo que uno siempre ya ha sido.

He creído con firmeza en las amistades sexualizadas. Recuerdo haberles dicho a S/M que eso del amor era utopía mercantil, el gran producto de la sociedad de consumo. Hoy, en cambio, no puedo sino transcribir las palabras, recoger su dictado, que sólo el afecto enamorado es desafío:

"El amor tenía antes que afirmarse contra lo prohibido y lo hacía mediante la transgresión. Es lo que Bataille preconizaba. Hoy, los límites han saltado gracias a una aparente liberación sexual. El amor no se confronta ya con la ley o la norma, sino con la ideología viscosa de la felicidad. / La felicidad que produce el amor gira siempre en torno a un centro de dolor. / Amar no hace feliz. Amar sólo nos llena de vida".
Cf. S. López Petit, Amar y pensar. El odio de querer vivir, Bellaterra, 2005

domingo, 27 de septiembre de 2009

Un nuevo amigo


El Sr. James está a punto de llegar a tu ciudad. Cargado de libros.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Literatura amorosa VII

He estado de nuevo escuchado Transformer, el disco de Lou Reed, y ahora no se me va de la cabeza el maldito estribillo de "Satellite of love". Me gusta esa canción: satélite de amor, girando en elipses, aproximándose y volviéndose a alejar. Acaso en eso resida casi todo, en saber dar vueltas en el espacio vacío, en girar en solitario. También en saber jugar con las distancias, en retornar cíclicamente como las ferias o como el verano.

Fue en el principio cuando, junto a M., decidí escapar a las lógicas de grupo, sostener tan solo relaciones de uno contra uno, multiplicarlas en número para atesorar de cada cual el máximo de singularidad, su carácter exclusivo, su cuantum diferencial. Pienso ahora que acaso la estrategia ya estaba entonces del todo dibujada. Su lógica perfecta: una lógica orbital. Y que la revelación que más tarde creí tener durante la celebración en Barcelona del primer May-Day no fue sino la constatación de lo ya vivido, un refrendo, iluminación de lo que había. Resultó divertida aquella jornada. La multitud precaria descendiendo festiva. Quedé fascinado frente a los agentes satélite, apareciendo y desapareciendo entre la masa informe que formábamos todos juntos. Alejándose del grupo para reventar un escaparate o para escribir sobre una fachada. Para dejar un mensaje.

Yo tenía once años cuando lo del Cometa Halley. Quizá por eso me gustan tanto los movimientos orbitales. Los astros que van y vienen. Incluso los que no orbitan en torno a la Tierra. Acaso el amor pueda trazar una figura elíptica, como la de un satélite. Tal vez mi cuerpo gire como la luna o como el Encke. Al fin, como en otro lado dice Lou Reed, "Si pudiera ser una de esas cosas de este mundo que muerden/ En vez de un ocelote domesticado y con correa, preferiría ser una cometa/ Y estaría atado al final de tu cuerda/ Volando en el aire de la noche".

martes, 22 de septiembre de 2009

Porno

lunes, 21 de septiembre de 2009

Literatura amorosa VI

Me duele la cabeza. La construcción consciente de la propia vida no deja de resultar a ratos una tarea molesta, extenuante, y la envidia idiota frente a quienes nada se preguntan ni transforman aflora. Como tantos otros, he salido raro. Los flujos de deseo que me atraviesan no se adaptan bien a las espectativas. Soy efecto de un mal acoplamiento. Investigo por ello en libros y bocas otros modos de existencia, cómo inventar la diferencia, cómo desplegar mi singularidad legítima. Profundizo en la labor. Continúo la lectura.

La última remesa de libros insiste en desvelarme caminos que de algún modo había desde tiempo antes comenzado a transitar. Después de dos años de seminario en la Escuela de Altos Estudios de París, dedicados a la investigación del discurso amoroso, Roland Barthes, a propuesta de Michel Foucault, ingresa en el Collège de France. Será entonces, entre 1976 y 1977 cuando oferte su curso titulado Cómo Vivir-Juntos. El texto se desarrolla como enseñanza fantasmática, como descripción a base de trazos de un fantasma concreto, el de la "idiorrythmia".

El término funda el campo de estudio y experimentación. Significa algo así como "el ritmo propio ". Barthes se extiende sobre la posibilidad de un Vivir-Juntos que, sin embargo, no somete a los que reune ni les impone un ritmo que les resultaría ajeno, sobre la posibilidad de esa comunidad en la que uno despliega su propia trayectoria sin por ello suspender lo que le permite no Vivir-Solo:

"Es un fantasma de vida, de régimen, de modo de vida, diaita, dieta. Ni dual, ni plural (colectivo). Algo así como una soledad interrumpida de una manera reglada: la paradoja, la contradicción, la aporía de una puesta en común de distancias".

La aproximación al fantasma es, en Barthes, siempre tangencial. En contrapartida, propone la imagen perfecta de lo que sería justo lo contrario de una asociación idiorrythmica: la madre que lleva al niño de la mano, con prisa, tirando de él y sometiéndolo a su paso, a su ritmo. Se trata, por tanto, de algo que tiene que ver con la singular cadencia de cada sujeto, con su tempo. La genealogía del término remite a los antiguos atomistas, a Leucipo y Demócrito. En la filosofía antigua rhuthmos no refiere a un movimiento regular, sino a una forma distintiva, a una disposición, a la manera particular en que fluyen los átomos, a la configuración aleatoria y nunca fija de formar figuras. El ritmo propio, en este sentido, reenvía a formas sutiles de comportamiento, a los específicos humores, a configuraciones no estables pero sí proporcionadas.

Sin duda, Barthes se aleja de los trabajos anteriormente desarrollados en torno al discurso del sujeto enamorado, hasta el punto de afirmar que el fantasma de la comunidad idiorrythmica no está en absoluto en relación con el Vivir-a-Dos, con el discurso semi-conyugal que sucede al discurso amoroso: "L'appartement centré ne peut être idiorrythmique" --concluye antes siquiera de empezar. Sin embargo, la obsesión retorna a lo largo de las jornadas del curso. Y, de algún modo, breve, indeciso, se entrevé la posibilidad de la comunidad amorosa idiorrythmica. En la sesión del dos de febrero de 1977 apunta la que acaso sea mi obsesión --la posición (discursiva) de mi deseo:

"Más la idiorrythmia es forcluida, más Eros es expulsado. Idiorrythmia: dimensión constitutiva de Eros.→ Relación proporcional entre movilidad de los ritmos particulares, la aireación, las distancias, las diferencias del Vivir-Juntos y la plenitud, la riqueza del Eros. → Hacia una erótica de la distancia -- idea que no es extraña al Tao. Idiorrythmia: protección del cuerpo que se mantiene distante para salvaguardar el valor del cuerpo: su deseo".
Cf. R. Barthes, Comment vivre ensemble, Paris, Seuil, 2002.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Invarianza

"Los códigos del amor cambian más rápidamente aún que los del lenguaje y de la dignidad de ser hombre. Lo que en cambio permanece inalterable es el miedo al conocimiento amoroso, el miedo a vivir, el terror profundo, imbécil, del eros, que conduce a la mortificación".
Pier Paolo Passolini, Respuesta a Duflot, 1975.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Estate al loro

Cazador cazado: es siempre el objeto de deseo, y no aquel que desea, quien captura.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Literatura amorosa V

Con un pensamiento fijo y tranquilizador he descendido la cuesta deslizándome en bici bajo una lluvia suave hasta llegar a casa: posponer todas las obligaciones y tareas para sumergirme en la traducción libre, para nada rigurosa, de alguna de las figuras que, a pesar de redactadas, finalmente R. Barthes decidió dejar inéditas al publicar sus Fragmentos de un discurso amoroso. Se traduce por lo mismo que se escribe, por placer, por sentir cómo las palabras rodean el cuerpo y lo atraviesan, para percibir la afección estrictamente física del lenguaje, cómo el discurso acaricia y envuelve. Quedaba por decidir qué figura de entre las veinte, en qué rastro situarse. Poco a poco se me ha impuesto la elección. El deseo funciona solo. Todas me fascinan, pero algunas más que otras. Permanezco alucinado frente a la del "Confidente", o ante esa otra del "Sexo". Pero, sin que pueda decir muy bien porqué --y ello acaso porque lo sé con excesiva exactitud-- una me ha arrastrado, como en una vuelta de tuerca, definitivamente: aquella del "Libro".

EL LIBRO

LIBRO. Función de los escritos en el origen del amor: se ama porque ha habido libros.

1. DANTE Y OSSIAN

Francesca di Rimini y Paolo Malatesta descubren que se aman al leer los amores de Lancelot y Ginebra. Werther lee Ossian a Carlota y esa lectura lleva a su culmen la pasión del uno, la emoción de la otra. El amor viene del libro, el amor es en primer lugar escrito. Yo no hago sino reescribirlo, al infinito: no sabría qué desear, no sabría que hacer sin un libro para guiarme. Encuentro siempre un libro que da cuerpo (lenguaje, anécdota, emoción) a mi deseo.

(Dafnis y Cloe es el libro de esta paradoja: un amor sin libro anterior; es necesaria esa enormidad para definir "la Naturaleza" -- que, por otro lado, los amantes se apresuran a descifrar como un texto.)

2. EL LIBRO ANÓNIMO

Como burgués, Werther toma sus códigos de la alta cultura; antes del amor, antes de Ossian, leía a Homero y extraía los fantasmas de vida apacible, patriarcal. Sin embargo, la pasión puede nacer fuera de la literatura; el propio Werther lo constata al descubrir que el joven sirviente, prendado de una viuda, es un enamorado del mismo tipo que él ("Por tanto, ese amor, esa fidelidad, esa pasión, no es una pasión de poetas"). En algún lugar en el sujeto humano, en cualquier cultura a la que pertenezca, siempre hay un Libro, y ese Libro gobierna el lenguaje del afecto, el afecto como lenguaje. El soldado Gobain, perteneciente a la guardia del Primer Cónsul, se suicida por amor; sin duda, no había leído ni a Chrétien de Troyes, ni a Dante, ni a Goethe; el Libro conductor, que de algún modo le obligaba a hablar del amor de una cierta manera (suicidándose, por ejemplo), era el gran Libro anónimo del Lenguaje, el libro del Otro: Libro irreparable de donde afloran a veces los fragmentos más claros: las canciones populares.

3. LA LECTURA EN COMÚN

Chrétien de Troyes y Ossian son leídos en común por los dos amantes, y es en esa lectura común que de golpe descubren el amor. Un lenguaje tercero deviene el lugar de encuentro de los enamorados (hoy podría tratarse de una película, de un disco). El Libro desciende sobre el doble cuerpo y lo suprime; los dos besos se confunden, aquel de Ginebra-Lancelot y ese de Paolo-Francesca, y el cataclismo que arrastra a los héroes de Ossian se convierte en el "torrente de lágrimas" que arrastra a Carlota y a Werther. El Libro de amor no es pedagógico; no enseña a hacer el amor, es mágico; induce a su existencia; tiene la función de una fórmula operatoria, que es conducir la fuerza que va de las palabras a los actos; el Libro es paso a lo real, acting-out: el beso sale del papel y va a posarse sobre los labios de Paolo y Francesca (el papel --velo, distancia, decencia, irrealidad, control, censura-- se vuelve del revés: lo simbólico, que constituye el libro, es transgredido).

4. EL LIBRO COMO CEBO

Ossian, el texto conductor, es hoy muy emocionante. Y, por otro lado, ¿cómo se puede llorar torrencialmente leyendo un libro (en cuanto hay una película sentimental se me empañan los ojos)? Sin duda, la sensibilidad es histórica, cambia hasta el punto de volverse muy rápidamente incomprensible (nosotros mismos no siempre comprendemos nuestras emociones pasadas). Pero esta explicación deja al descubierto otra cuestión: ¿y si estuviera en el estatuto mismo del sentimiento amoroso el tomar la forma de una fraseología? Werther y Carlota se encuentran fascinados por la retórica ossienica, del mismo modo que, en otro orden, Bouvard y Pécuchet están fascinados por los tratados imbéciles que leen con avidez y se aplican en seguida; se diría que la hipnosis de la pasión amorosa comunica necesariamente con la hipnosis del estereotipo. Lo que el enamorado recibe no es más que el enunciado del Libro, y no aquello que puede hacer de ese enunciado un objeto sutil, con clase, un abanico de sentidos. Lector apasionado y plano, el sujeto amoroso no se interesa por el Texto; lo que consume de forma inmediata es una analogía; el campo en el que se sitúa es el de la sensibilidad analógica, el de la facilidad analógica, en resumen, el de un cebo, objeto mismo de la lectura imaginaria: Ossian es un cebo amoroso, tan insulso como el rosa sucio del capote del matador sobre el cual el animal se precipita como si se tratara de un rojo violento; la etnología animal está llena de esas influencias: el macho artificial que se le pone a la hembra del picón común no es más que un objeto oblongo con el rojo en la parte de abajo. Como el picón, el enamorado no tiene nada que ver ni con el buen gusto, ni con la verdad --solamente con lo "verosímil".

5. CONTRA-LIBRO

("Ayer por la tarde, perdido, he entrado en una librería en la que he comprado una buena dosis de Nietzsche. No vi más que esa lectura, que era acorde al esfuerzo que hago por "zafarme". Todo fue, al final, un poco ilusorio: las cosas admirables, que me sacan de mi fascinación, pero también las zonas monótonas y, sobre todo, muy a menudo, ese lado torero, esa voluntad laboriosa de baile, que es casi... vulgar.")
R. Barthes, Fragments d'un discours amoureux: inédits, Paris, Seuil, 2007.

martes, 15 de septiembre de 2009

Pensaba escribir

Pensaba decir un día de furia, mi odio, un odio total, sin fisuras ni excusas, el odio absoluto que a veces me arrastra. Quería contar el deseo que en ocasiones me habita de hacer saltar en pedazos el mundo, de prenderle fuego al presente, al orden político, a la estructura capitalista, a las condiciones de existencia, al estado de cosas, a mi vida, a la vida toda, entera. Fabulaba con escribir que a ratos sólo entiendo a quienes se atan con cinta aislante una bomba al estómago y revientan reventándolo todo, sin seleccionar a las víctimas, sin pararse a escoger ni a diferenciar, con arbitrariedad plena, sin Dios ni huríes, sin estrategias ni objetivos. Deseaba decir mi asco ancestral, detallar con cuidado y precisión el no sin límite que como un eructo me viene a la boca. Pensaba escribir la rabia. Iba a dejar claro que mi tiempo es siempre y sólo el tiempo de la afectividad intensa. Que mi piel responde a cada revés de la suerte de manera acaso excesiva. Que soy una llaga. Que en mí respira un insulto redondo. Pleno. Cien insultos. Mil palabras de rechazo, un grito indistinto, sin origen ni destino. Que soy el malestar: un deseo concentrado de calcinar la realidad, de dimitir y de despedir, de abandonar rescindiendo todos los contratos, de hacer definitivamente estallar el maldito cosmos.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Cada cual carga con sus vicios

Dijiste: "Iré a otra ciudad, iré a otro mar. / Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta. / Todo esfuerzo mío es una condena escrita;/ y está mi corazón --como un cadáver-- sepultado. / Mi espíritu hasta cuándo permanecerá en este marasmo. / Donde mis ojos vuelva, donde quiera que mire / oscuras ruinas de mi vida veo aquí, / donde tantos años pasé y destruí y perdí".

Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares. / La ciudad te seguirá. Vagarás / por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo / y en estas mismas casas encanecerás. / Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar --no esperes-- / no hay barco para ti, no hay camino. / Así como tu vida la arruinaste aquí / en este rincón pequeño, en toda tierra la destruiste.
C. P. Kavafis, La ciudad.

domingo, 30 de agosto de 2009

No escribir

Decía Deleuze que se escribe para devenir. Tenía razón. La escritura, cuando es digna de su nombre, no hace sino intensificar los procesos existenciales, las líneas de transformación, las trayectorias mutantes. La escritura es una máquina de intervención sobre la propia vida, una plataforma de lanzamiento, un catalizador del cambio. Por eso he dejado de escribir. Porque la escritura siempre lleva a otra parte. Sitúa ya en otro lado, del otro lado. Antes de nada, desmiembra lo que hay, consume lo presente, instala tras el acontecimiento. Se escribe para dejar de ser el que se es. Para ser el que ya aún no todavía se es. Sólo se escribe lo actual, lo futuro no realizado. Lo desconocido que en uno mismo se anuncia. Lo que uno mismo sabe demasiado bien y elude sin cesar. Sólo se escribe el propio derrumbe, el pavor y la fascinación ante el desplome inevitable. Lo por venir. El fin de una vida.

jueves, 27 de agosto de 2009

Pólemos

"...no son las guerras otra cosa que operaciones lógicas diversas de determinación por dependencia y de definición de identidad, esto es, de establecimiento y salvaguarda de fronteras entre entidades que, para ser cada una lo que es y todas en conjunto todas, necesitan diferenciarse mutuamente, determinarse una por otra por regulación de mutua dependencia, quedar unas comprendidas dentro de otras según buena ordenación jerárquica, ocupar cada cual el puesto que en el conjunto le corresponde, y en la prosecución sucesiva del proceso, asimilar cada una a las otras o dejarse asimilar por otra, para, con la transformación, asegurarse de o bien seguir siendo la misma o bien desaparecer".
A. García Calvo, Razón Común. Edición crítica, ordenación, traducción y comentario de los restos del libro de Heráclito.

domingo, 23 de agosto de 2009

Escribir lo necesario

Escribir incluso la desgana de escribir. Que no se tiene nada que decir y ni aún siquiera resta el deseo de decirlo. He ahí lo más necesario. Acaso lo único que merece la pena ser dicho: el hueco del cual surgen y en torno al cual giran siempre las palabras impresas, la quietud que el movimiento de la escritura quiebra.

viernes, 21 de agosto de 2009

Iris

"No puedo ser ni quiero vivir sino en el espacio y en la libertad de mi amor. Juntos no somos el producto de ninguna capitulación, ni el motivo de ninguna servidumbre aún más deprimente. Por eso combatimos maliciosamente el uno contra el otro en una guerrilla sin reproche".
R. Char, Lettera Amorosa.

sábado, 25 de julio de 2009

Artificios poéticos





Dos de las tres partes de que se compuso mi intervención en Las veladillas poéticas del Alamillo, dedicadas a Antonio y los Machado, en Sevilla, a 22 de julio de 2009.

lunes, 20 de julio de 2009

El último complementario

Justo al contrario que Pessoa, quien genera toda la serie de sus heterónimos para ser otro, pirata o amante, poeta clásico o vanguardista, cualquiera salvo Pessoa, Antonio Machado da a luz a los complementarios, a esos otros que son él mismo. Rara es la fascinación que produce Juan de Mairena, pero también su maestro Abel Martín, sus filosofías líricas y delirantes. Sin embargo, junto a todos ellos se erige el gran creador, Jorge Meneses, complementario de ese complementario de Antonio Machado que fuera el hace ahora cien años fallecido Juan de Mairena. Es a él a quien le debemos la invención de la Máquina de trovar. Este artilugio es el complementario definitivo. Él escribe las Coplas mecánicas. Él es el sujeto último de la poesía para un tiempo sin sentimentalidad:

"... pongo en marcha mi aristón poético o máquina de trovar. Mi modesto aparato no pretende sustituir al poeta (aunque puede con ventaja suplir al maestro de retórica), sino regristrar de un manera objetiva el estado emotivo, sentimental, de un grupo humano... no registra en cifras, no traduce a lenguaje cuantitativo la lírica ambiente, sino que nos da su expresión objetiva, completamente desindividualizada... la canción del grupo humano, ante el cual el aparato funciona... Su funcionamiento es más sencillo que el de una máquina de escribir. Esta especie de piano-fonógrafo tiene un teclado dividido en tres sectores: el positivo, el negativo y el hipotético. Sus fonogramas no son letras, sino palabras... Producida la copla, puede cantarse a coro... El poeta, inventor y manipulador del artificio mecánico, es un investigador y colector de sentimientos elementales; un folklorista, a su manera, y un creador impasible de canciones populares, sin incurrir nunca en el pastiche de lo popular. Prescinde de su propio sentir, pero anota el de su prójimo y lo reconoce en sí mismo como sentir humano... La Máquina de trovar, en suma, puede entretener a las masas e iniciarlas en su propio sentir, mientras llegan los nuevos poetas, los cantores de una nueva sentimentalidad".
Notas para lectura poética en las Veladillas del Alamillo, en Sevilla, el 22 de julio de 2009. Cf. A. Machado, Obras completas I, RBA, Barcelona, 2005.

lunes, 13 de julio de 2009

Escribir de noche

El humo del cigarro, siempre otro y siempre el mismo, varía de tanto en tanto su trayectoria. El amanecer dictará el punto final de lo que está aún siempre por decir. Hay un raro goce en jugar sobre el límite del tiempo y en atravesar la madrugada, solo, para salir al otro lado, de retorno, con un mensaje nuevo.

domingo, 12 de julio de 2009

La imposibilidad de escribir

La angustia, no frente a la página en blanco, sino ante el avance de la escritura, desbocada.

lunes, 6 de julio de 2009

Literatura amorosa IV

Hay un placer en el ejercicio de la escritura, una búsqueda que se satisface. En él reside el gusto por el trabajo bien hecho, por la consecución de los objetivos, por la expresión de ideas o afectos. En él se asienta la comunicación, o la elección necesariamente sacrificial por la obra. Pero en la escritura también puede haber un goce, esa disposición sin término que se retrasa en las minucias, incluso al margen del estilo, en el tono, neutro, deslizante, que no lleva a ninguna parte, sino que se concede, bajo la forma del gasto, del derroche y el silencio. Dejarse arrastrar por la literatura amorosa exige, tal vez, atender a esa otra parte, más suave, menos heroica o arrebatada. Porque el amor --su literatura-- roza obsesivamente ese campo minado que es el de lo imposible, se despliega como un deseo paradójico, intenso al mismo tiempo que lánguido y especioso.

Releyendo algunos textos filosóficos en torno a esa forma de afectividad extraña que el enamoramiento despeja, vuelven sobre mí una y otra vez diversas preocupaciones que se entrelazan y confunden, que no acaban de organizarse según la forma de la argumentación lógica y estructurada: la seducción de lo oscuro, la temática de la clandestinidad, el juego de presencia y ausencia del otro, el derrumbe de la subjetividad. Se podría aludir a Platón y hacer, así, girar la argumentación en torno a lo ya dicho, pero creo que sería precisamente la parte de goce la que se borraría al establecer con excesiva precisión los perfiles de algo que es, en sí mismo, difuso, que no es un concepto sino más bien una sentimentalidad.

Si, como quería Blanchot, no se puede sin traición hablar del amigo, qué no ocurrirá con el ser amado, el cual, si bien es constantemente recubierto por un discurso que no deja de tratar de atraerlo, con todo, permanece ajeno a la captura y a la seducción por la palabra. Todo amor es, al menos en parte, clandestino. Está afectado por una oscuridad esencial que lo lanza hacia delante, que lo proyecta hacia un futuro indefinido. Es ese núcleo no visto lo que acaso conforma el motor de la máquina de guerra de los enamorados, una maquina dispuesta a destruirlo todo, a hacer arder el mundo y a los amantes mismos. El amor construye siempre para los amantes un cuarto oscuro: ese espacio mítico, porque inaprensible, en el cual los cuerpos se donan anónimos el uno frente al otro, ciegos el uno al lado del otro.

Como la escritura, el deseo, pero, más que el deseo, el amor, se dirige a lo que en el otro hay de anónimo. Convoca al nosotros, a esa zona de interposición que es común porque no pertenece a nadie. Sin duda, es necesario, para amar, escapar al deseo del otro, insistir en una diferencia que es despliegue autónomo, coraje de sí, ascetismo orgulloso. Mas, precisamente en esa misma medida, el deseo reapropiado ha de querer hacerse cargo de ese otro del cual se escapa, de lo que en el otro resiste a la captura, heterogéneo y giratorio.

Cuando al ser entrevistando R. Barthes precisa algunas de las nociones teóricas que gobiernan sus Fragmentos de un discurso amoroso, explicita un ideal, lo que él mismo concibe como el movimiento hacia un nuevo mundo amoroso. La figura que domina el conjunto es la de "no-querer-asir". El enamorado lucha, infructuosamente, por no ser sometido, por no quedar bajo el imperio de la imagen del ser amado. Pero también se esfuerza por no someter, por dominar su propio deseo para que no se convierta en tiránico. Se trata con ello de no bloquear, de abrir los flujos, de dejar circular, de permanecer en el bamboleo, asomado a lo anónimo.

He crecido leyendo a Bataille, fascinado por la intensidad erótica, por el sujeto calcinado en el instante legendario del orgasmo, por la visión que se abisma sobre el afuera. La transgresión sexual, al menos en su aparecer más literario, ofrece el ejemplo del instante en el que los cuerpos retornan a su anonimato, desprendidos ya de la identidad que los conforma separados, balanceándose sobre el límite que los distingue. Pero, el instante fulgurante del orgasmo ha de encontrar continuidad más allá de la eyaculación y la descarga. La literatura sobre la liberación sexual ha hecho hincapié en ese momento sin duración en el que se dice se divisa la verdad cegadora. Frente a ese discurso que se agota en los flujos y en el goce de lo abyecto, es necesario desplegar el decir de una sensualidad difusa, más suave pero más insidiosa, el decir de una liberación afectiva, amorosa.

¿Dónde encontrar esa experiencia capaz de continuar el arrebato de la liberación sexual y la verdad que esta transporta? ¿Cómo representar esa pizca de sentimentalidad que amplifica la ruptura de las identidades, el derrumbe de los sujetos separados, que estira lo anónimo permitiendo a los amantes encontrarse bajo la forma de un desencuentro, en esa tierra de nadie que es motor, clandestinidad, circulación ininterrumpida del deseo? ¿Dónde sino en el lugar del sueño? No en el de lo onírico sino en el espacio vacío del dormir, allí cuando el yo se confunde con el olvido, cuando sumergido en las tinieblas suaves del desasimiento se asimila con la noche. El amor --en tanto transgresión de la transgresión-- encuentra su arquetipo, no en el programa orgiástico de la liberación sexual, no en los miembros arrasados de placer, no en la inconsciencia abrasadora del orgasmo. Lo halla en el dormitar apacible de dos cuerpos que caen juntos en un tiempo eclipsado. Jean-Luc Nancy lo expresa con precisión en Tumba de sueño:

"El dormir juntos no abre otra cosa que la posibilidad de penetrar en lo más íntimo del otro, a saber, justamente su sueño. El sueño dichoso y lánguido de los amantes que se hunden juntos en él prolonga su espasmo amoroso en un largo suspenso, en un punto culminante mantenido hasta los límites de la disolución y la desaparición de su propio acuerdo".

viernes, 3 de julio de 2009

Stay free

jueves, 2 de julio de 2009

Literatura amorosa III

Decenas de golondrinas giran frente a la ventana junto a la cual escribo. Se persiguen. Construyen sus nidos. Obsesionado con la verdad --con la práctica, acaso en el sentido que le diese el cinismo antiguo, de una vida verdadera--, creo no haberme ocultado demasiado, haber jugado a hacer de mis gustos algo público, especialmente si podían ser motivo de escándalo. Traté de asumir los riesgos que, en materia de amor, el hablar claro necesariamente conlleva. Y de hacer de mi gestualidad lenguaje esencial, vía de expresión, plano de consistencia. De hacerlo con una sonrisa. Sin duda, quise vivir con orgullo lo que para otros pudiera aparecer como motivo de vergüenza, saltando sobre la angustia afirmar mi diferencia, desplegar --como me exigiera la lectura de Char-- mi singularidad legítima.

Ahora bien, es necesario reconocer que los peligros que he corrido han sido pocos. No me puedo permitir, por tanto, simular un heroísmo que no me corresponde a mí y sí, en cambio, a seres queridos, cercanos, de quienes aún aprendo cada día, a veces a su pesar, el coraje necesario para saltar sobre el estigma y la norma, para decir sí al deseo con independencia del qué dirán, de las costumbres asentadas, chantajes o guías. Mi desviación es mínima. En ningún caso subversiva. Tiene lugar más bajo la forma del deslizamiento que de la ruptura.

Por otro lado, el decirlo todo, ahora parece obvio, no debía en ningún caso pasar por la reproducción del mecanismo de la confesión cristiana. Fue leyendo a Foucault que aprendí acerca de la polivalencia táctica no sólo de los discursos, sino también de los silencios. De él, que siempre apostó por los amores clandestinos. De él, que en su libro La voluntad de saber mostró cómo el discurso en torno a uno mismo, ese que instiga a desvelar la verdad oculta que bajo el cuerpo propio habita, a reconocer abiertamente el deseo que nos constituye diversos, no es más que un mecanismo, otro, de ejercicio de poder, construcción de esa cárcel del cuerpo que es el alma. Al fin, la exigencia de confesión de los personales apetitos, de nuestras más nimias acciones, de los pensamientos fugaces o repetidos, de un querer que por vulgar roza lo ridículo, resultó ser un forma constante, continua, capaz de cercanos, de atarnos a un rol, a una máscara, de gelificar lo que en nosotros pueda haber de fluido, de iluminar para suprimir nuestro resto oscuro, maldito.

Ya Deleuze y Guattari habían insistido en la crítica a ese psicoanálisis que, obsesionado con el Edipo, encuentra en cada lapsus y en cada palabra un sucio secretito que hay que desvelar, hacer visible. Sin duda, existe un imperativo social que, a través del mecanismo de la confesión, nos impele a definirnos, a fijarnos en una identidad, a quebrar los devenires que nos atraviesan y transforman, a clausurar lo que en nosotros persiste anónimo, mutante, residual. Mas, ¿cómo, entonces, conjugar la apuesta por una vida verdadera que es hablar claro y decirlo todo, que es gestualidad pública y escandalosa, y, al mismo tiempo, escapar al mecanismo de la confesión que nos ata y nos somete, que nos fija y determina?

¡Oh! Aquí, sí, he de confesarme: sigo, a pesar de todo, siendo lacaniano: es necesario escapar al deseo del otro, devenir soberano, padre despótico, potencia constituyente, legislador. Es necesario hacerse cargo de uno mismo, de la propia vida, del propio crimen. Sólo en la medida en que uno acepta su posición de deseo, su posición subjetiva, su carácter estrictamente heteróclito, residual, es posible empezar a hablar desde otro lado. Porque el habla verdadera no pasa por decir otra cosa, sino por franquear el umbral, por decir lo que se dice desde otro punto, desde ese en el que ya no hay que dar explicaciones, no hay nada que confesar, porque se sabe, se siente, que el propio sujeto, el sí mismo, no es sino un suplemento móvil e invisible, rotatorio y anónimo, inaprensible y cambiante: oscuridad.

Sólo a partir de la afirmación solitaria y alegre del propio crimen es posible estrechar lazos, construir manada, tejer la Nueva Familia. Es ahora, leyendo el recién publicado libro de Jean Genet El niño criminal, que resulta sencillo escoger las palabras precisas. Toda posición de deseo libre del dominio del otro ha de desarrollar su lógica severa, despejar sus leyes, elevar un pueblo y un cosmos. Todo sujeto ha de abrirse al devenir que ya anuncia, trazar su línea nocturna. Es válido para todo querer-vivir que sea desafío, lo que para la homosexualidad apuntaba, rebelde, Genet en su Fragmentos:

"...comporta un sistema erótico propio, una sensibilidad, unas pasiones, un amor, unas ceremonias, unos ritos, unas nupcias, unos duelos, unos cantos: una civilización pero que, en lugar de unir, aísla, y que se vive solitariamente en cada uno de nosotros".

lunes, 29 de junio de 2009

Epistemología

"La política es la ciencia de la libertad. El gobierno del hombre por el hombre, cualquiera que sea el nombre con que se disfrace, es tiranía; el más alto grado de perfección de la sociedad está en la unión de orden y anarquía".
P.J. Proudhon, ¿Qué es la propiedad?, 1840.

domingo, 28 de junio de 2009

Libros de fuego o la experiencia de Don Quijote

Hay proposiciones que se acercan leves y al instante siguiente estremecen a todo aquel que de un modo u otro se deja el tiempo —ese escaso tiempo que le ha sido concedido y que es el único de veras suyo— en la rara tarea que llamamos lectura, esa otra forma de escribir la propia vida, de habitar las jornadas. Querría referir ahora una concreta sentencia, lejana pero que, sin embargo, acaso al aproximarla pudiera hacer saltar la sorpresa, despertar la demasiadas veces apagada curiosidad, romper la monotonía para abrir senderos ignorados o, más modestamente, permitirnos al menos contemplar con renovada afectividad caminos mil veces transitados, ya trillados en exceso. Quizá jugar con el prisma de esta distancia conceda un distinto paisaje. James A. Parr, en su libro titulado Don Quixote: An Anatomy of Subversive Discourse, a buen seguro cayendo en el exceso que conlleva toda generalización, pero a la vez no sin cierta razón, afirmaba: «Hispanic intellectuals, and intellectuals who chance to be Hispanists, are among the most highly individualistic creatures on Earth. They do not readly genuflect to authority or subscribe to cults of personality (e.g., Barthes, Foucault, Lacan, et. al.) and they deplore the fragmentation of the discipline...», para a continuación adscribirse sólo parcialmente a la que se supone es nuestra peculiar forma de abordar el trabajo intelectual, pues, continuaba, «modern theory offers many useful tools that can facilitate our thinking and enhance our writings». Permanecer en esa ambivalencia que no se somete pero sí se apropia de lo que le pueda resultar útil tal vez fuera adecuada estrategia de abordaje. Consiéntaseme así introducir la arbitraria —pues podría acaso haber sido cualquier otra, pero otro sería entonces también nuestro texto— sentencia a que hacíamos referencia, y que no es otra que un aforismo de René Char, incluido en su libro La Parole en archipel.

«Livres sans mouvement. Mais livres qui s’introduisent avec souplesse dans nos jours, y poussent une plainte, ouvrent des bals» .

El Quijote —pues tal es ya el sólo nombre de la obra, independientemente de aquel que propusiera su autor o del que los eruditos puedan exigir— es uno de esos libros que no sólo se dejan contemplar y leer para al instante siguiente caer en el olvido. No es mero libro de entretenimiento, aún cuando su lectura provoque el regocijo pausado de un tiempo que transcurre con peculiar ritmo. Como dijera Char, abre bailes. El Quijote es, sin duda, un Acontecimiento, un pliegue en el sucederse de los días, una inesperada emergencia en el tiempo, la apertura de una discontinuidad. Pero si bien se habrá de retornar sobre semejante cuestión, sobre la acción que el libro despierta o, al menos, sobre la teoría de la acción que en él se propone, antes es necesario afirmar que la elección de la cita nos permite, y es ésta la causa última por la cual la hemos introducido, nos permite, decía, transitar más estrechos senderos, acotar de forma quizá demasiado abrupta la cuestión, dado que perseguir un enfoque general del texto en tan escaso espacio me parece resultaría cuando menos temerario. Más reducidos son, por tanto, los objetivos. Aproximarnos exclusivamente a un pasaje: el que comienza cuando Pedro Alonso acompaña al apaleado Señor Quijana de retorno a su casa y termina cuando, ya don Quijote, habiendo seducido a Sancho, inicia su marcha en busca de las aventuras que le permitan alcanzar la gloria propia del caballero andante. Como es bien sabido el pasaje que de un punto a otro se narra, y que es el que a nosotros nos interesa y sobre el cual querría extenderme, es aquel en el que tiene lugar la quema y posterior tapiado de la biblioteca que condujera a la locura al héroe del relato que aquí preocupa: el sexto capítulo de la primera parte, titulado "Del donoso y grande escrutinio que el Cura y el Barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo". Ya en 1955 Mia I. Gerhardt, comenzaba su ensayo Don Quijote, la vie et les livres criticando el rechazo de Unamuno a comentar este sexto capítulo por no tratar éste de la vida sino sólo de libros; pues precisamente, venía a decir, es de libros de lo que fundamentalmente trata El Quijote.

Mas retornemos sobre nuestra cita, pues ha de ser ella la que nos provea del material sobre el cual comenzar a tratar desde una prudente distancia el pasaje en cuestión. Y es que pertenece la sentencia al poema titulado precisamente La Bibliothèque est en feu. Surgidas las primeras palabras de la composición en 1943, en un difícil momento para el grupúsculo de la Resistencia contra el nazismo en que militase Char, y el título tal vez por mero azar, como mensaje cifrado para comunicar el desastroso estado de cosas, el poema, según anota Riechmann en su traducción, tardó al menos una docena de años en completarse, y hallaba sus raíces en «la gran realidad», en «la inextinguible realidad» . En palabras del propio René Char: «Es un cuadro, es un archipiélago, es una ciudad. ¿Por qué es una ciudad lo que es? En La Biblioteca está en llamas he querido expresar la totalidad del ser» .

La biblioteca es el mundo, que arde, mil mundos e infinidad de historias. Es necesario escapar a esas lógicas interpretativas que tan sólo son capaces de ver en la escritura fantasías sin relación alguna con la realidad, con esa realidad que se impone en la inmediatez de una exclusión que obliga al platónico exilio de los poetas. Lo que dice Char para el poema es válido para la escritura cervantina que en El Quijote se ventila: «la finitude du poème est lumière, apport de l’etre à la vie» . Más allá de la partición entre verdad y mentira, entre realidad y fábula, la escritura sucede, se inserta generando afectos, despertando el movimiento. Y es precisamente esa afectividad que las novelas producen en don Quijote lo que dispara su transformación, no tanto o no sólo para perderlo en la confusión de una locura que cree cierto lo que es sólo delirio, sino, antes bien, para transformar su vida en leyenda, en literatura, en el que tal vez sea uno de los más bellos fogonazos de ese espacio cerrado y ardiente que es el de la biblioteca. Raro lugar, ese que, persistiendo en el interior del orden del mundo, se constituye conforme a una lógica por completo diferente a la que rige el espacio cotidiano. El tiempo transcurre en el interior de la biblioteca de modo absolutamente distinto a la monotonía corriente, y mil ritmos se entrecruzan dependiendo de la lectura que el azar haya deparado al paseante. Se acumulan dentro los objetos como pretendiendo abarcar, si no la eternidad, al menos el trayecto todo de la historia. Pero sobretodo extraño porque en él puede habitar la heterogeneidad más absoluta sin que el estallido se produzca, lo diferente junto a lo diferente, y porque el orden mismo que lo recorre se impone arbitrario e incluso en cierto modo ingobernable, siempre abierto, tal vez subversivo.

Pero retornemos sobre el pasaje que nos preocupa. Todo comienza a mitad del quinto capítulo, cuando el Ama de don Quijote, tras haberse este ausentado durante un día —o durante tres, como yerra Cervantes— expone al Cura sus tribulaciones: «que estos malditos libros de caballería que él tiene y suele leer tan de ordinario le han vuelto el juicio» . Y se atreve a continuación también a proponer la solución que más adecuada a ella le resulta ante semejante calamidad: «Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la mancha». Interviene entonces la Sobrina, dirigiéndose esta vez al Barbero, maese Nicolás, detallando las extravagancias a las cuales a don Quijote conducían las largas jornadas de apasionada lectura. Y, por supuesto, también ella considerará oportuna la solución por el Ama ofrecida, que el mejor remedio sería que a tiempo el Cura y el Barbero «quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que bien merecen ser abrasados, como si fuesen herejes». No dudará el Cura en apoyar tales ocurrencias con el fin de asegurarse de que a ningún otro le pudiera acontecer lo que a su amigo. Lo que sigue pertenece ya al capítulo sexto, mientras don Quijote duerme.

La imagen es digna de un extenso comentario. Como es sabido las sucesivas ediciones de El Quijote han sido acompañadas por muy diversas ilustraciones. Francisco López Fábra recogía en 1879 muchas de ellas en su hermosísimo volumen titulado Iconografía de don Quijote. Reproducción heliográfica y fototipográfica de 100 láminas elegidas entre las 60 ediciones diversamente ilustradas durante 257 años. La lámina que aquí nos interesa es la que pertenece a John Gilbert, originalmente de 130 mm. de alto por 85 mm. de ancho, incluida en una edición londinense de mediados del siglo XIX, de 1858, cuya traducción correspondió a Charles Jarvis. Por supuesto, al pie de la ilustración se lee «Donoso escrutinio de la librería de Don Quijote». El centro del recuadro que enmarca la representación acumula los tonos oscuros, mientras que la mirada, conforme se desplaza hacia afuera del grabado, hacia los límites exteriores que cercan la imagen, se va diluyendo progresivamente, perdiéndose en el blanco. Son bien conocidos los cuatro figurantes que ocupan el espacio de la representación: el Cura, el Barbero, la Sobrina y, por último, el Ama. Sobre un sillón, en el centro de la imagen, dominándola, el Cura, con sus anteojos y la faz seria examina las páginas de un voluminoso libro cuyo contenido desconocemos. Otras tantas obras, doce en total, se reparten dispersas por la escena. Varias amontonadas junto al sillón, otras desperdigadas al azar sobre el suelo que imaginamos de madera vieja. La sobrina, cubierta su juventud por una larga falda, observa la lectura tal que en situación de espera ignorante, a merced de la opinión de quien detenta la última palabra, pues, como narrara Cervantes, mientras que ambas mujeres gustarían de prender la biblioteca al completo y de una sola vez, tanto el Cura como el Barbero prefieren demorarse en la inspección, por si se hallase algún tomo digno de ser salvado de las llamas. Así pues, la Sobrina, erguida, apoyando su antebrazo derecho sobre el respaldo del sillón y la mano izquierda sostenida a su vez sobre dicho antebrazo, espera, observadora, la opinión del Cura para saber acerca de la conveniencia o no de deshacerse de esas palabras que se amontonan sobre la superficie plana de las hojas del libro abierto. Por su parte, el Barbero, agachado al otro lado del sillón, con una rodilla hincada en el suelo y sosteniendo dos volúmenes, al igual que la Sobrina contempla la lectura. Sin embargo, su talante difiere del de esta. Parece dibujarse en su rostro una leve sonrisa, una mayor cercanía o complicidad respecto de la tarea del Cura, o acaso una inquietud debida al esfuerzo que exige su postura y el peso de los libros. Se puede imaginar en él una impaciencia, un deseo por agilizar la tarea y un placer en consumarla. En cuanto al Ama, quizá sea la figura más sorprendente, la que provoca mayor zozobra. Situada detrás del resto, se encuentra de espaldas, inclinada sobre una ventana, quedando recortados sus contornos sobre la profundidad blanca del exterior de la biblioteca, de la habitación. Ha lanzado hacia la claridad vacía tres libros que, en su permanecer suspendidos, sin más apoyo que la quietud que el dibujo siempre otorga, se entreabren como resistiendo a la caída. Sus brazos extendidos hacia arriba, las palmas de las manos abiertas no muestran un desprenderse desapasionado, sino, más bien al contrario, la emoción propia de un ritual de exorcismo, la pasión de un gesto largamente contenido que al fin se libera y acomete. Finalmente la cabeza, encerrada entre los brazos, no parece sino reproducir esa misma sensación, balanceándose sobre el vacío para mejor contemplar el derrumbe de los libros, el levantarse de la pila que habrá de servir como hoguera de papel y tinta.

Según expone Juan Carlos Rodríguez en "El placer de quemar o los guardianes del orden" (capítulo cuarto de la primera parte de su trabajo dedicado a la lectura de El Quijote titulado El escritor que compró su propio libro), «La quema de los libros se ha entendido también como uno de los primeros casos “ejemplares” de crítica literaria». Y, ciertamente, no podemos sino estar de acuerdo en ello en tanto que el pasaje cervantino se despliega como un recorrido a través de sucesivos títulos que son bien vituperados bien alabados, añadiéndose además el hecho fundamental de que se esgrimen ciertas referencias que funcionan a modo de justificaciones de las diversas sentencias que se imponen de condena o absolución. Sin embargo, existen al menos dos puntos en los que nos gustaría seguir una línea divergente respecto de la lectura de Juan Carlos Rodríguez, no tanto con el fin de ponerla en entredicho, sino buscando mostrar otros aspectos de lo mismo, desplegar, por tanto, una línea divergente. Si él lleva a cabo un recorrido estructurado fundamentalmente en términos de lucha de clases y, desde una perspectiva marxiana, busca despejar la expresión que ésta toma en la literatura, en concreto en la escritura cervantina, nosotros nos inclinaríamos aquí por un acercamiento más propio de los trabajos blanchotianos, pues, como decíamos más arriba, citando a James A. Parr, tal cosa podría ser útil a la hora de mostrar diversos aspectos de éste tan escueto pasaje de la primera parte de El Quijote.

En primer lugar, se trataría de hablar del fuego, de la parte de fuego que respira en la literatura moderna. Es ya lugar común asumir la modernidad de la obra que tenemos entre manos, aceptarla al menos como el lugar de la emergencia de esa misma literatura moderna. Y acaso este pasaje escogido, el capítulo sexto de la primera parte, sea especialmente apropiado para detallar ese movimiento que caracteriza la literatura, movimiento de disolución y de retorno hacia su propio vacío conforme el objeto de la escritura deja de ser la aventura repleta de sucesos sorprendentes o la historia narrada de los acontecimientos fabulosos para pasar a ser ella misma, para convertirse ella misma, la escritura, en acontecimiento. Es en ese volver sobre sí misma, sobre su centro vacío, que la escritura se convierte en laberinto, en un embrollo que no hace sino crecer hacia el interior de sí misma, ese núcleo que le es al mismo tiempo lo más íntimo y lo más lejano, pues que nunca acaba de alcanzarse. Es la escritura mutada, transformada en gesto gratuito, en un gasto sin más finalidad que la de su proliferar indefinido, consumiéndose a sí misma en el mismo momento en el que se despliega sobre el blanco de la página estrenada, una escritura que nace del fuego y es sólo llama y cenizas: «Aquella noche —se lee ya en el séptimo capítulo— quemó y abrasó el Ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa» .

En segundo lugar, aunque sorprende sin duda la sentencia absolutoria que el Cura impone sobre esos libros de cuyos autores dice el personaje ser amigo, cuando son éstos precisamente amigos del autor, provocando con ello la confusión entre autor, narrador y personaje; tal vez el momento más fascinante se concentre en ese instante en el que la fusión alcanza su punto álgido, al referirse a la obra del propio Cervantes. Recuérdese el diálogo que mantienen Cura y Barbero:

«...Pero ¿qué libro es ese que está junto a él?
La Galatea, de Miguel de Cervantes —dijo el Barbero.
—Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se vé, tenedle recluso en vuestra posada».

Obviamente es posible y perfectamente aceptable leer el diálogo tal y como lo hace Juan Carlos Rodríguez, en términos más o menos biográficos; sin embargo, no parece que la misericordia de la cual habla el Cura pueda ser exigible para el autor del libro que se menciona, sino para el libro mismo, en espera de una hipotética segunda parte que vendría a completarlo y a cerrar por tanto la escritura de un texto que persiste abierto, que «que no concluye nada». Pero, esa continuación, como es bien sabido, nunca llegaría a producirse. Y tal vez es en ello en lo que reside no sólo la belleza, sino también la modernidad del diálogo, en sostener una promesa que ha de permanecer para siempre incumplida, en aproximar a una meta que resiste desconocida y quedar el texto como mero anuncio de un porvenir hacia el que se tiende pero al cual nunca se llega. El diálogo abre a un movimiento sin término, a una oscilación sobre una ausencia que persiste presente, balanceándose sobre su propio vacío.

Por último, es en esta misma dirección que se puede releer la siguiente anotación que Juan Carlos Rodríguez plantea, aquella del tapiado de la biblioteca misma; pues si como él hace puede el pasaje leerse en función del horror que provoca el castigo o la pretendida imposición de orden en una conciencia extraviada; si bien se puede considerar que «Mayor crueldad, imposible» ; también es igualmente cierto que, en la línea de lectura que venimos proponiendo, el hecho de que murasen el aposento de los libros no borra la biblioteca misma, sino que la oculta y la deja en el silencio de su reposo. La convierte en habitación inhabitada, en el lugar preciso en que habita lo aún por decir. La biblioteca, ya por completo vacía, y, aún con todo, todavía biblioteca, lugar de una oquedad, de un silencio sin mácula en el que late la que es la esencia absoluta de lo que la literatura moderna hace crecer. Acaso no haya metáfora más precisa de la biblioteca ideal tal y como la literatura moderna la erige: imborrable presencia de una ausencia, espacio vacío en cuya búsqueda Don Quijote se afana infructuosamente, pero a partir del cual todo comienza, las aventuras por supuesto, pero antes que nada la mutación definitiva, el viaje. Esa biblioteca que ya en sólo una habitación sorda, cerrada sobre sí misma, lo imposible mismo, lo inaccesible es precisamente el primer objeto de deseo, más esencial tal vez que la mismísima Dulcinea.

Al fin y al cabo la biblioteca es lo primero que persigue Alonso Quijano al despertar, tras la metamorfosis que lo ha convertido de una vez y para siempre en Don Quijote:

«De allí a dos días se levanto don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba a donde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra».

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia