lunes, 29 de junio de 2009

Epistemología

"La política es la ciencia de la libertad. El gobierno del hombre por el hombre, cualquiera que sea el nombre con que se disfrace, es tiranía; el más alto grado de perfección de la sociedad está en la unión de orden y anarquía".
P.J. Proudhon, ¿Qué es la propiedad?, 1840.

domingo, 28 de junio de 2009

Libros de fuego o la experiencia de Don Quijote

Hay proposiciones que se acercan leves y al instante siguiente estremecen a todo aquel que de un modo u otro se deja el tiempo —ese escaso tiempo que le ha sido concedido y que es el único de veras suyo— en la rara tarea que llamamos lectura, esa otra forma de escribir la propia vida, de habitar las jornadas. Querría referir ahora una concreta sentencia, lejana pero que, sin embargo, acaso al aproximarla pudiera hacer saltar la sorpresa, despertar la demasiadas veces apagada curiosidad, romper la monotonía para abrir senderos ignorados o, más modestamente, permitirnos al menos contemplar con renovada afectividad caminos mil veces transitados, ya trillados en exceso. Quizá jugar con el prisma de esta distancia conceda un distinto paisaje. James A. Parr, en su libro titulado Don Quixote: An Anatomy of Subversive Discourse, a buen seguro cayendo en el exceso que conlleva toda generalización, pero a la vez no sin cierta razón, afirmaba: «Hispanic intellectuals, and intellectuals who chance to be Hispanists, are among the most highly individualistic creatures on Earth. They do not readly genuflect to authority or subscribe to cults of personality (e.g., Barthes, Foucault, Lacan, et. al.) and they deplore the fragmentation of the discipline...», para a continuación adscribirse sólo parcialmente a la que se supone es nuestra peculiar forma de abordar el trabajo intelectual, pues, continuaba, «modern theory offers many useful tools that can facilitate our thinking and enhance our writings». Permanecer en esa ambivalencia que no se somete pero sí se apropia de lo que le pueda resultar útil tal vez fuera adecuada estrategia de abordaje. Consiéntaseme así introducir la arbitraria —pues podría acaso haber sido cualquier otra, pero otro sería entonces también nuestro texto— sentencia a que hacíamos referencia, y que no es otra que un aforismo de René Char, incluido en su libro La Parole en archipel.

«Livres sans mouvement. Mais livres qui s’introduisent avec souplesse dans nos jours, y poussent une plainte, ouvrent des bals» .

El Quijote —pues tal es ya el sólo nombre de la obra, independientemente de aquel que propusiera su autor o del que los eruditos puedan exigir— es uno de esos libros que no sólo se dejan contemplar y leer para al instante siguiente caer en el olvido. No es mero libro de entretenimiento, aún cuando su lectura provoque el regocijo pausado de un tiempo que transcurre con peculiar ritmo. Como dijera Char, abre bailes. El Quijote es, sin duda, un Acontecimiento, un pliegue en el sucederse de los días, una inesperada emergencia en el tiempo, la apertura de una discontinuidad. Pero si bien se habrá de retornar sobre semejante cuestión, sobre la acción que el libro despierta o, al menos, sobre la teoría de la acción que en él se propone, antes es necesario afirmar que la elección de la cita nos permite, y es ésta la causa última por la cual la hemos introducido, nos permite, decía, transitar más estrechos senderos, acotar de forma quizá demasiado abrupta la cuestión, dado que perseguir un enfoque general del texto en tan escaso espacio me parece resultaría cuando menos temerario. Más reducidos son, por tanto, los objetivos. Aproximarnos exclusivamente a un pasaje: el que comienza cuando Pedro Alonso acompaña al apaleado Señor Quijana de retorno a su casa y termina cuando, ya don Quijote, habiendo seducido a Sancho, inicia su marcha en busca de las aventuras que le permitan alcanzar la gloria propia del caballero andante. Como es bien sabido el pasaje que de un punto a otro se narra, y que es el que a nosotros nos interesa y sobre el cual querría extenderme, es aquel en el que tiene lugar la quema y posterior tapiado de la biblioteca que condujera a la locura al héroe del relato que aquí preocupa: el sexto capítulo de la primera parte, titulado "Del donoso y grande escrutinio que el Cura y el Barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo". Ya en 1955 Mia I. Gerhardt, comenzaba su ensayo Don Quijote, la vie et les livres criticando el rechazo de Unamuno a comentar este sexto capítulo por no tratar éste de la vida sino sólo de libros; pues precisamente, venía a decir, es de libros de lo que fundamentalmente trata El Quijote.

Mas retornemos sobre nuestra cita, pues ha de ser ella la que nos provea del material sobre el cual comenzar a tratar desde una prudente distancia el pasaje en cuestión. Y es que pertenece la sentencia al poema titulado precisamente La Bibliothèque est en feu. Surgidas las primeras palabras de la composición en 1943, en un difícil momento para el grupúsculo de la Resistencia contra el nazismo en que militase Char, y el título tal vez por mero azar, como mensaje cifrado para comunicar el desastroso estado de cosas, el poema, según anota Riechmann en su traducción, tardó al menos una docena de años en completarse, y hallaba sus raíces en «la gran realidad», en «la inextinguible realidad» . En palabras del propio René Char: «Es un cuadro, es un archipiélago, es una ciudad. ¿Por qué es una ciudad lo que es? En La Biblioteca está en llamas he querido expresar la totalidad del ser» .

La biblioteca es el mundo, que arde, mil mundos e infinidad de historias. Es necesario escapar a esas lógicas interpretativas que tan sólo son capaces de ver en la escritura fantasías sin relación alguna con la realidad, con esa realidad que se impone en la inmediatez de una exclusión que obliga al platónico exilio de los poetas. Lo que dice Char para el poema es válido para la escritura cervantina que en El Quijote se ventila: «la finitude du poème est lumière, apport de l’etre à la vie» . Más allá de la partición entre verdad y mentira, entre realidad y fábula, la escritura sucede, se inserta generando afectos, despertando el movimiento. Y es precisamente esa afectividad que las novelas producen en don Quijote lo que dispara su transformación, no tanto o no sólo para perderlo en la confusión de una locura que cree cierto lo que es sólo delirio, sino, antes bien, para transformar su vida en leyenda, en literatura, en el que tal vez sea uno de los más bellos fogonazos de ese espacio cerrado y ardiente que es el de la biblioteca. Raro lugar, ese que, persistiendo en el interior del orden del mundo, se constituye conforme a una lógica por completo diferente a la que rige el espacio cotidiano. El tiempo transcurre en el interior de la biblioteca de modo absolutamente distinto a la monotonía corriente, y mil ritmos se entrecruzan dependiendo de la lectura que el azar haya deparado al paseante. Se acumulan dentro los objetos como pretendiendo abarcar, si no la eternidad, al menos el trayecto todo de la historia. Pero sobretodo extraño porque en él puede habitar la heterogeneidad más absoluta sin que el estallido se produzca, lo diferente junto a lo diferente, y porque el orden mismo que lo recorre se impone arbitrario e incluso en cierto modo ingobernable, siempre abierto, tal vez subversivo.

Pero retornemos sobre el pasaje que nos preocupa. Todo comienza a mitad del quinto capítulo, cuando el Ama de don Quijote, tras haberse este ausentado durante un día —o durante tres, como yerra Cervantes— expone al Cura sus tribulaciones: «que estos malditos libros de caballería que él tiene y suele leer tan de ordinario le han vuelto el juicio» . Y se atreve a continuación también a proponer la solución que más adecuada a ella le resulta ante semejante calamidad: «Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la mancha». Interviene entonces la Sobrina, dirigiéndose esta vez al Barbero, maese Nicolás, detallando las extravagancias a las cuales a don Quijote conducían las largas jornadas de apasionada lectura. Y, por supuesto, también ella considerará oportuna la solución por el Ama ofrecida, que el mejor remedio sería que a tiempo el Cura y el Barbero «quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que bien merecen ser abrasados, como si fuesen herejes». No dudará el Cura en apoyar tales ocurrencias con el fin de asegurarse de que a ningún otro le pudiera acontecer lo que a su amigo. Lo que sigue pertenece ya al capítulo sexto, mientras don Quijote duerme.

La imagen es digna de un extenso comentario. Como es sabido las sucesivas ediciones de El Quijote han sido acompañadas por muy diversas ilustraciones. Francisco López Fábra recogía en 1879 muchas de ellas en su hermosísimo volumen titulado Iconografía de don Quijote. Reproducción heliográfica y fototipográfica de 100 láminas elegidas entre las 60 ediciones diversamente ilustradas durante 257 años. La lámina que aquí nos interesa es la que pertenece a John Gilbert, originalmente de 130 mm. de alto por 85 mm. de ancho, incluida en una edición londinense de mediados del siglo XIX, de 1858, cuya traducción correspondió a Charles Jarvis. Por supuesto, al pie de la ilustración se lee «Donoso escrutinio de la librería de Don Quijote». El centro del recuadro que enmarca la representación acumula los tonos oscuros, mientras que la mirada, conforme se desplaza hacia afuera del grabado, hacia los límites exteriores que cercan la imagen, se va diluyendo progresivamente, perdiéndose en el blanco. Son bien conocidos los cuatro figurantes que ocupan el espacio de la representación: el Cura, el Barbero, la Sobrina y, por último, el Ama. Sobre un sillón, en el centro de la imagen, dominándola, el Cura, con sus anteojos y la faz seria examina las páginas de un voluminoso libro cuyo contenido desconocemos. Otras tantas obras, doce en total, se reparten dispersas por la escena. Varias amontonadas junto al sillón, otras desperdigadas al azar sobre el suelo que imaginamos de madera vieja. La sobrina, cubierta su juventud por una larga falda, observa la lectura tal que en situación de espera ignorante, a merced de la opinión de quien detenta la última palabra, pues, como narrara Cervantes, mientras que ambas mujeres gustarían de prender la biblioteca al completo y de una sola vez, tanto el Cura como el Barbero prefieren demorarse en la inspección, por si se hallase algún tomo digno de ser salvado de las llamas. Así pues, la Sobrina, erguida, apoyando su antebrazo derecho sobre el respaldo del sillón y la mano izquierda sostenida a su vez sobre dicho antebrazo, espera, observadora, la opinión del Cura para saber acerca de la conveniencia o no de deshacerse de esas palabras que se amontonan sobre la superficie plana de las hojas del libro abierto. Por su parte, el Barbero, agachado al otro lado del sillón, con una rodilla hincada en el suelo y sosteniendo dos volúmenes, al igual que la Sobrina contempla la lectura. Sin embargo, su talante difiere del de esta. Parece dibujarse en su rostro una leve sonrisa, una mayor cercanía o complicidad respecto de la tarea del Cura, o acaso una inquietud debida al esfuerzo que exige su postura y el peso de los libros. Se puede imaginar en él una impaciencia, un deseo por agilizar la tarea y un placer en consumarla. En cuanto al Ama, quizá sea la figura más sorprendente, la que provoca mayor zozobra. Situada detrás del resto, se encuentra de espaldas, inclinada sobre una ventana, quedando recortados sus contornos sobre la profundidad blanca del exterior de la biblioteca, de la habitación. Ha lanzado hacia la claridad vacía tres libros que, en su permanecer suspendidos, sin más apoyo que la quietud que el dibujo siempre otorga, se entreabren como resistiendo a la caída. Sus brazos extendidos hacia arriba, las palmas de las manos abiertas no muestran un desprenderse desapasionado, sino, más bien al contrario, la emoción propia de un ritual de exorcismo, la pasión de un gesto largamente contenido que al fin se libera y acomete. Finalmente la cabeza, encerrada entre los brazos, no parece sino reproducir esa misma sensación, balanceándose sobre el vacío para mejor contemplar el derrumbe de los libros, el levantarse de la pila que habrá de servir como hoguera de papel y tinta.

Según expone Juan Carlos Rodríguez en "El placer de quemar o los guardianes del orden" (capítulo cuarto de la primera parte de su trabajo dedicado a la lectura de El Quijote titulado El escritor que compró su propio libro), «La quema de los libros se ha entendido también como uno de los primeros casos “ejemplares” de crítica literaria». Y, ciertamente, no podemos sino estar de acuerdo en ello en tanto que el pasaje cervantino se despliega como un recorrido a través de sucesivos títulos que son bien vituperados bien alabados, añadiéndose además el hecho fundamental de que se esgrimen ciertas referencias que funcionan a modo de justificaciones de las diversas sentencias que se imponen de condena o absolución. Sin embargo, existen al menos dos puntos en los que nos gustaría seguir una línea divergente respecto de la lectura de Juan Carlos Rodríguez, no tanto con el fin de ponerla en entredicho, sino buscando mostrar otros aspectos de lo mismo, desplegar, por tanto, una línea divergente. Si él lleva a cabo un recorrido estructurado fundamentalmente en términos de lucha de clases y, desde una perspectiva marxiana, busca despejar la expresión que ésta toma en la literatura, en concreto en la escritura cervantina, nosotros nos inclinaríamos aquí por un acercamiento más propio de los trabajos blanchotianos, pues, como decíamos más arriba, citando a James A. Parr, tal cosa podría ser útil a la hora de mostrar diversos aspectos de éste tan escueto pasaje de la primera parte de El Quijote.

En primer lugar, se trataría de hablar del fuego, de la parte de fuego que respira en la literatura moderna. Es ya lugar común asumir la modernidad de la obra que tenemos entre manos, aceptarla al menos como el lugar de la emergencia de esa misma literatura moderna. Y acaso este pasaje escogido, el capítulo sexto de la primera parte, sea especialmente apropiado para detallar ese movimiento que caracteriza la literatura, movimiento de disolución y de retorno hacia su propio vacío conforme el objeto de la escritura deja de ser la aventura repleta de sucesos sorprendentes o la historia narrada de los acontecimientos fabulosos para pasar a ser ella misma, para convertirse ella misma, la escritura, en acontecimiento. Es en ese volver sobre sí misma, sobre su centro vacío, que la escritura se convierte en laberinto, en un embrollo que no hace sino crecer hacia el interior de sí misma, ese núcleo que le es al mismo tiempo lo más íntimo y lo más lejano, pues que nunca acaba de alcanzarse. Es la escritura mutada, transformada en gesto gratuito, en un gasto sin más finalidad que la de su proliferar indefinido, consumiéndose a sí misma en el mismo momento en el que se despliega sobre el blanco de la página estrenada, una escritura que nace del fuego y es sólo llama y cenizas: «Aquella noche —se lee ya en el séptimo capítulo— quemó y abrasó el Ama cuantos libros había en el corral y en toda la casa» .

En segundo lugar, aunque sorprende sin duda la sentencia absolutoria que el Cura impone sobre esos libros de cuyos autores dice el personaje ser amigo, cuando son éstos precisamente amigos del autor, provocando con ello la confusión entre autor, narrador y personaje; tal vez el momento más fascinante se concentre en ese instante en el que la fusión alcanza su punto álgido, al referirse a la obra del propio Cervantes. Recuérdese el diálogo que mantienen Cura y Barbero:

«...Pero ¿qué libro es ese que está junto a él?
La Galatea, de Miguel de Cervantes —dijo el Barbero.
—Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se vé, tenedle recluso en vuestra posada».

Obviamente es posible y perfectamente aceptable leer el diálogo tal y como lo hace Juan Carlos Rodríguez, en términos más o menos biográficos; sin embargo, no parece que la misericordia de la cual habla el Cura pueda ser exigible para el autor del libro que se menciona, sino para el libro mismo, en espera de una hipotética segunda parte que vendría a completarlo y a cerrar por tanto la escritura de un texto que persiste abierto, que «que no concluye nada». Pero, esa continuación, como es bien sabido, nunca llegaría a producirse. Y tal vez es en ello en lo que reside no sólo la belleza, sino también la modernidad del diálogo, en sostener una promesa que ha de permanecer para siempre incumplida, en aproximar a una meta que resiste desconocida y quedar el texto como mero anuncio de un porvenir hacia el que se tiende pero al cual nunca se llega. El diálogo abre a un movimiento sin término, a una oscilación sobre una ausencia que persiste presente, balanceándose sobre su propio vacío.

Por último, es en esta misma dirección que se puede releer la siguiente anotación que Juan Carlos Rodríguez plantea, aquella del tapiado de la biblioteca misma; pues si como él hace puede el pasaje leerse en función del horror que provoca el castigo o la pretendida imposición de orden en una conciencia extraviada; si bien se puede considerar que «Mayor crueldad, imposible» ; también es igualmente cierto que, en la línea de lectura que venimos proponiendo, el hecho de que murasen el aposento de los libros no borra la biblioteca misma, sino que la oculta y la deja en el silencio de su reposo. La convierte en habitación inhabitada, en el lugar preciso en que habita lo aún por decir. La biblioteca, ya por completo vacía, y, aún con todo, todavía biblioteca, lugar de una oquedad, de un silencio sin mácula en el que late la que es la esencia absoluta de lo que la literatura moderna hace crecer. Acaso no haya metáfora más precisa de la biblioteca ideal tal y como la literatura moderna la erige: imborrable presencia de una ausencia, espacio vacío en cuya búsqueda Don Quijote se afana infructuosamente, pero a partir del cual todo comienza, las aventuras por supuesto, pero antes que nada la mutación definitiva, el viaje. Esa biblioteca que ya en sólo una habitación sorda, cerrada sobre sí misma, lo imposible mismo, lo inaccesible es precisamente el primer objeto de deseo, más esencial tal vez que la mismísima Dulcinea.

Al fin y al cabo la biblioteca es lo primero que persigue Alonso Quijano al despertar, tras la metamorfosis que lo ha convertido de una vez y para siempre en Don Quijote:

«De allí a dos días se levanto don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros; y como no hallaba el aposento donde le había dejado, andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba a donde solía tener la puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir palabra».

viernes, 26 de junio de 2009

Contracorriente

"Regio es obrar bien y oír hablar mal de uno".
Marco Aurelio, Meditaciones, VII, 36.

domingo, 21 de junio de 2009

Literatura amorosa II

Lo sé con más o menos exactitud desde hace algún tiempo, sin embargo, sólo a partir de una cierta disposición subjetiva, algo así como un estado afectivo trastocado por efecto de acontecimientos minúsculos, aleatorios, privados, íntimos incluso, pero por completo vulgares, la cuestión, para mí, se ha aclarado suficientemente. Hablo --escribo-- de la profunda insatisfacción que me producen los discursos sobre la liberación sexual, al menos cuando se presentan en su formato habitual: relaciones abiertas, confesión sincera, sexo por el sexo, exaltación de la cantidad, búsqueda de nuevas experiencias, ruptura con los esquemas normativos de identidad y orientación sexual, mejora y multiplicación de las técnicas eróticas o ampliación de la intensidad orgásmica. En definitiva, fin de la represión de las pulsiones que nos atraviesan, de los deseos que nos conforman. Todo ello me resulta imperioso, sin duda, pero también insuficiente. También aquí, me parece, es necesario un esfuerzo más.

Obviamente, no puedo sino dejar constancia de mi asentimiento alegre ante las transformaciones que el movimiento de liberación sexual ha impreso sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas. Nada detesto con tanta fuerza como la vieja y putrefacta moral cristiana. Sin embargo, siento que la verdadera liberación está aún por llegar. Toda una literatura que aborda, desde su interior mismo y como para tensar la cuerda, la crítica a las carencias de la emancipación en marcha ha ido a lo largo de los últimos años haciendo mella en mi modo de observar las relaciones afectivas. Inolvidable me resulta la renuncia difícil de Pasolini a su propia Trilogía de la vida, el desprecio del italiano hacia el consumismo sexual fijado en sus enseñanzas al joven Genariello, en sus Cartas luteranas, el horror descrito en Saló de un fascismo liberado sexualmente que se erige como terrible anarquía. E igualmente impactantes me parecieron las tesis foucaultianas según las cuales poder y placer se entrelazan hasta el punto de conformar un dispositivo de poder que lo es de la sexualidad. Foucault acabaría defendiendo una desexualización de los cuerpos y los placeres que aboca a la creación de nuevas formas de cultura y, sobre todo, a la afirmación de la amistad como lugar desde el que fundar otros modos de existencia: promueven aún sus textos, no ya el despliegue de lo sexual, sino la construcción de relaciones intensas, afectivas.

Sin embargo, creo que fue, como tantas otras veces, R. Barthes quien en primer lugar indicó la vía de salida que permitía comenzar a escapar a las insuficiencias de una discursividad como es la de la liberación sexual, que nos captura al tiempo que, como Foucault dijese en el primer volumen de su Historia de la sexualidad, "nos hace creer que en ello reside nuestra liberación". Su Fragmentos de un discurso amoroso, sin duda, nos instala en otro lugar, un punto más allá que no necesariamente supone una renuncia respecto de los logros emancipatorios alcanzados. Yo --pero, ¿quién es ese yo que (se) escribe sino precisamente el que el libro de Barthes ya ha puesto en escena?-- guardo un extraño cariño a ese texto en esquirlas a cuya relectura nunca he renunciado: a ese libro en el que se hace hablar a un sujeto marginal como es el sujeto enamorado, en el que se afirma el complejo tejido discursivo y pasional que, intratable, nos sostiene a distancia incluso de la inscripción en el dispositivo de la sexualidad.

Más allá de la liberación sexual necesaria, siento como mi programa político eso que Barthes en su peculiar autobiografía definiese bajo el epígrafe de "Transgresión de la trasngresión":

"Liberación política de la sexualidad: es una doble transgresión de lo político por lo sexual y viceversa. Pero eso no es nada: imaginemos ahora introducir de nuevo en el campo político-sexual así descubierto, reconocido, recorrido y liberado... una pizca de sentimentalidad: ¿no sería esto la última de las transgresiones? ¿La transgresión de la transgresión? Porque, a fin de cuentas, esto sería el amor: que regresaría, pero en un lugar distinto".

martes, 16 de junio de 2009

Literatura amorosa I

Aún permanezco fascinado por las breves descripciones que Raoul Vaneigem hiciera del amor en su Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones. Han pasado más de diez años desde que, sentado en una escalera al pie de la cual se levantaban olorosos los naranjos, leyera a una joven casi desconocida algunos párrafos de ese libro con el que acaso, sin aún saberlo, trataba de erigir las condiciones de existencia de un placer sin tacha, de una relación algo incestuosa, pareja pivotal, hermana y esposa. Pocos escritos han ejercido sobre mí una atracción semejante, hasta el punto de permanecer como guía de acción. En lo que a la teoría amorosa se refiere sólo se ha visto superada su influencia por los maravillosos Fragmentos de un discurso amoroso, de R. Barthes, lectura de cabecera que funcionase a modo de manual, mapa descuartizado, orientación sin brújula.

Porque, antes de nada, era necesario despojarse de toda esa mitología barata del amor que nos fuese dada en herencia: abandonar el amor cristiano, el amor sacrificial e incluso el amor de tantos filósofos que deliraban con la pareja como nido de salvación, camino hacia la trascendencia.

Hubo otros textos, es obvio. Un escrito de juventud de Hegel que ahora desprecio, algunos artículos de Blanchot que no olvido, hubo Bataille y Duras, algo de Freud y Lacan, más de Deleuze o Foucault. Pero también hay lecturas más actuales, más próximas, que ahora entretienen mis días y me ayudan a no consentir con las normas instituidas, a permanecer insumiso. Mas la lectura de Vaneigem retorna de tanto en tanto para desempolvar viejos deseos que se habían adormecido, apagados por la monotonía de una vida cotidiana hecha de obligaciones y mentiras.

En primer lugar, el Tratado... exaltaba mi incapacidad para la seducción: me permitía afirmar con alegría lo que hasta entonces yo mismo había considerado una tara. Hacía de mi natural rechazo por el flirteo una peculiaridad benigna y decía todo mi desprecio por quienes hacen de este un arte depurado, el arma esencial de sus múltiples victorias. Vaneigem enseña cómo quien aborda a una mujer mediante el camelo permanece preso del espectáculo, extiende la mentira y, en definitiva, pierde y hace perder la vida. No hay amor allí donde la verdad no relumbra. Es necesario ser en la transparencia como un libro abierto, dejarse leer sin subterfugios, concederse verdadero, pues la relación espectacular hace del otro, no objeto amado, sino objeto de dominación.

Sin embargo, lo esencial y acaso lo que más sorprendiera al transitar la lectura fue el programa afectivo. Se trataba de prolongar la lógica del amor a todas las facetas de la existencia hasta hacer de ella el lugar de la transformación, de la disolución de las obligaciones y de la expresividad de las singularidades en un movimiento común. Se trataba de dibujar otras formas de erotismo que tiñesen el conjunto ampliado de las relaciones humanas, si no para dar a luz una sociedad en la que cada individualidad fuese soberana --pues aquello no parecía ni mucho menos posible--, sí, al menos, para deshacerse de las cadenas y resistir, devenir amo sin esclavos, hombre digno. Conforme al principio de placer, el Tratado propone elaborar una estrategia que favorezca el encuentro de los múltiples, una afectividad apasionada que permita instaurar la nueva inocencia. Siguen resonando en mi interior las palabras de Vaneigem según las cuales "el alba en que se desenlazan los abrazos es parecida al alba en que mueren los revolucionarios sin revolución".

domingo, 14 de junio de 2009

Devenir gato

Las películas de Walt Dinsney siempre están llenas de mierda, de retórica pedagogía burguesa o incluso aristocrática. En ese sentido, Los aristogatos no es diferente. La vieja ricachona llena de amor y bondad, el criado traidor y asesino. Incluso los gatitos, que quieren un padre, etc. Sin embargo, algo siempre se le escapa al censor. Cada vez que se trata de establecer una norma, brotan líneas de fuga. La música de los bajo fondos abre al instante de la transformación. Los ritmos dislocados, la trompeta y el contrabajo, dibujan un hábitat festivo en el que las obligaciones y el sueño desaparecen, los diferentes se unen para girar bajo luces multicolor. Frente a la antropomorfización de los animales, todo el mundo quiere devenir gato, dice, en su versión francesa, la canción.



El jazz es un continuo trazar líneas de fuga desde un compás de origen. Y ahí están los gatos arrabaleros, con su música tremenda y su contante improvisación, con su magnetismo sorprendente. Hasta el punto de que hay un devenir lumpen de Duquesa, la gata blanca. Por un momento está a punto de mandar a tomar por saco su vida anterior de animal de compañía y quedarse con el mal bicho de la poesía y de la vida salvaje. Bajo una luna redonda y luminosa, arrastrada por un erotismo escasamente velado, a punto está de decidirse por los suburbios. Pero el pasado pesa demasiado y la deuda afectiva con su ama humana la encadena con suficiente fuerza como para hacerle perder la oportunidad de emancipación. Con todo, en el fragor de la canción, al menos en su versión francesa (no así en la española ni en la inglesa original), la gata blanca ha tomado el arpa y ha comenzado a recitar la verdad luminosa:

Oui tout le monde veut devenir un cat/ J'aimerai plus de passion/ Plus de coeur et d'abandon/ Habillez de couleurs cette chanson/ Il n'y a qu'à jouer en d'autres clefs/ Moduler oh oui ça me plait/ Car j'adore faire certaines/ Petites variations/ Les autres chats vont s'assembler/ Dans la ruelle mal éclairée/ La grande nuit va commencer/ Nous les laisserons alors s'aimer.

(Sí, todo el mundo quiere devenir gato/ Desearía más pasión/ mas corazón y abandono/ Enfundar en colores esta canción/ No hay más que tocar en otras claves/ Modular, oh, eso me gusta/ Porque me encanta hacer ciertas/ pequeñas variaciones/ Los demás gatos van a unirse/ En la calleja mal iluminada/ La gran noche va a comenzar/ Les dejaremos entonces que se amen).

miércoles, 10 de junio de 2009

La marcha de los 150.000.000

El libro de Enrique Falcón La marcha de los 150.000.000, recoge y hace cantar los archivos del dolor. Imposible resulta aquí resumir la pluralidad de esos cantos que, en sucesivas acometidas, logran hacer retornar las mil vidas y las mil voces aplastadas. Por eso quisiera acotar mi lectura a su corazón bombeante que como un sol negro irradia desde el centro mismo del texto a lo largo de un capítulo, para los que aún viven, que se reparte en tres jornadas, las que van de viernes a domingo y que expresan los tres momentos del rescate de la víctimas. Cita Falcón cuando dice que “la declaración del superviviente, el temblor de la palabra ante un abismo y la resurrección de las víctimas constituyen los tres relatos en los que insurrectamente se ha cifrado el rescate de todos los vencidos".

Más aún, me gustaría, remitir exclusivamente a ese instante liberado de las obligaciones que es la jornada del sábado, porque, de algún modo, considero convoca, en el temblor de la palabra ante el abismo, la potencia que atraviesa La marcha... En ese canto breve e intensísimo una voz refractaria resuena, como en un salmo repetido, un texto de M. Foucault, acaso uno de los más hermosos que haya dado la filosofía del pasado siglo: La vida de los hombres infames. Porque, en ese escrito, que apareciese como promesa incumplida, se aborda la que probablemente sea la problemática que gobierna el libro que hoy aparece como acontecimiento inaudito. Se trata de hablar de una infamia que no es la de los grandes malvados, sino la de los desconocidos, la de una multitud de existencias fugitivas que se agolpan en eso que he nombrado como los archivos del dolor y que también lo son de la muerte, del homicidio. Falcón rescata vidas tocadas por una luz inflamada, que restallaron en breves destellos al verse inscritas repentinamente en los perímetros brillantes del poder asesino, pues no emergieron ni brotan de su oscuridad sino cuando sus insignificantes caminos colisionan con Él, a costa de sufrir su impactante golpe.

Surgen las historias —esas existencias infames— que el poema transporta reteniendo la memoria de algo que no cuentan, recorridas por una testarudez que se niega a la especificación y la generalización, permaneciendo multitud e insurgencia. No se desvelan en toda su densidad oscura nunca las vidas que los archivos del dolor y la muerte pretenden guardar: ante nuestros ojos despliegan sus apariencias sin jamás librarse del secreto que abrigan.

En gran parte, el dramatismo contenido en La marcha... quizá resida en su ser anuncio, en permanecer sobre ese hueco que se habría de rellenar con el raro clamor de presencias diamantinas ganadas al olvido y que siempre quedará vacío. El abandono en que persisten esas existencias sin espesor —la imposibilidad de detener la trayectoria del proyectil asesino que dio en el blanco y dejó sólo ausencia y luto— pone en funcionamiento el complejo mecanismo poético de la emoción. Falcón ha logrado, así, escapar a la seductora propuesta de generar una nueva representación, que implicaría otra mediación y otra vez la pérdida. Ha logrado sustituir por signos directos las representaciones mediatas; inventar vibraciones, rotaciones, torbellinos, gravitaciones, danzas o saltos que alcanzan directamente al espíritu.

Es el movimiento de lo real lo que prende en las palabras que conforman La marcha..., que hace arraigar sobre ellas como un fondo oscuro sobre el fuego que arrasa las selvas y las ciudades. La realidad de los sucesos consignados despierta y produce un efecto directamente físico. Es un lenguaje que despierta una conmoción, porque recoge en su hermetismo existencias reales, piezas de la dramaturgia de lo real y una venganza frente a quienes atentaron contra la vida inocente y hermosa. Y en ello reside una de las múltiples líneas que hacen grande a este libro, en su recoger y diseminar presencias acalladas por la brutalidad del poder y del capitalismo, voces que como esporas o pólenes habrán de facilitar la nueva cosecha, la recogida de luminosos frutos.

Porque gritos, fulgores, luchas, opacas pasiones y arrebatos incontenibles transitan y horadan los archivos del dolor y la muerte que se inauguran con las mil tecnologías políticas que gobiernan de manera homicida nuestro mundo de sed y hambre. Y La marcha... no refiere la realidad ni la apunta. La marcha... arrastra fragmentos de discurso que son fragmentos de realidad, hace brotar el sufrimiento apagado y prolifera en torno al resto, esos residuos humanos que se tratase borrar. Y, en la medida en que concede esa verdad que es decir directo, realidad no mediada, lenguaje del cuerpo, perturbación física, el libro es ya rescate de los vencidos, iluminación de los invisibles, un decir la sombra que es racimo fresco y combativo.
Notas a la presentación que tuvo lugar el 30 de mayo en la Feria del Libro de Zaragoza, del libro de E. Falcón, La marcha de los 150.000.000, Eclipsados, 2009.

viernes, 5 de junio de 2009

Deseo de escribir (aproximación)

Tarea minúscula y sin importancia, casi cotidiana, pero que, en ocasiones, ofrece efectos devastadores. A veces se escribe para no morir, como ejercicio de supervivencia. O para saber que uno se muere, y que, por tanto, uno aún sigue vivo. Pero también para esquivar la vida. Se escribe por amor, hasta el punto de que toda escritura puede ser leída como una carta de amor. Se escribe para que a uno le quieran. Se escribe para expresar el propio humor, la afectividad violenta que somos y que nos singulariza. Se escribe con el cuerpo. Para nadie. Ni siquiera para eso que llaman el lector anónimo. Muchos menos para uno mismo. Se escribe para dar cobijo a una alteridad hermética. Para un otro que acaso nos sea lo más cercano, que habita en el propio seno como abismo o como grieta. Se escribe para cauterizar las heridas, que es lo mismo que decir que se escribe para terminar de abrirlas. Se escribe para acoger lo otro. Para acallarlo. Para decir ese silencio que en el movimiento mismo en que es dicho queda tachado. Se escribe para no escribir otras cosas. Para no hacer lo que hay que hacer. O, al contrario, para no hacer lo que no hay que hacer. Se escribe para evitar el goce o para dejarse arrastrar por él. Nunca se escribe por aburrimiento. Se escribe desde la neurosis, desde esa locura fundamental desde la que la razón brota. Se escribe para despojarse de lo imaginario que nos cerca, para desbaratar nuestras estructuras simbólicas, para que irrumpa lo real, como en la crítica certera del amigo o en la espalda de una chica que se aleja. Se escribe porque se desea. No porque se desee escribir, sino, simplemente, porque se desea.

martes, 2 de junio de 2009

Cuerpo político

Quién no se ha sentido fascinado por esas imágenes de la década de los años cincuenta en que se observa a Pier Paolo Pasolini, con la gabardina húmeda, caminando sobre las calles de barro de la periferia romana, bajo un fondo de chabolas y miseria, junto a unos niños que sonríen ante la presencia extraña del intelectual fotografiado. En la mirada detenida de los hijos de ese lumpenproletariado que se había convertido en el nuevo poblador de la urbe, se expresa aún la afectividad de un mundo hermoso y castigado, de una raza en cuyo seno habita la promesa de la comunidad despojada. Acaso toda la obra de Pasolini no haya sido sino una impenitente insistencia en el compromiso con esa naturaleza humana que entreviera en los suburbios, con esa cultura plebeya que, en su lucha por la supervivencia, expresase un amor desesperado. Hay unos versos en su libro Poesía en forma de rosa que convocan a dicha plebe y que relumbran aún como una llamarada nocturna:

"Pero hay una raza que no acepta coartadas,/ una raza que en el instante en que ríe/ recuerda su propio llanto, y en el llanto su propia risa,/ una raza que no se exime un sólo día, una hora/ del deber de la presencia airada,/ de la contradicción por la que la vida no concede/ nunca adaptación alguna, una raza que hace/ de la propia bondad un arma que no perdona".

Desde la mala vida de los personajes de Accattone al joven que en Saló muere acribillado con el puño en alto, pasando por ese Cristo dulce en el corazón, pero nunca en la razón que emergiera en El Evangelio, la presencia de los sometidos, de los subproletarios expresa una afectividad intensa que deja entrever la pasoliniana pasión por esos cuerpos hermosos y marginales, por esas vidas miserables y, sin embargo, capaces de exaltar con orgullo ardiente su vitalidad, semejante acaso a la del marajá legendario que donase su propio cuerpo para salvar a los tigres hambrientos.

Gran parte de la atracción que produce la obra de Pasolini reside en la mitificación, en la percepción casi religiosa, de esa juventud que en su desnudez y en su pobreza, representa la exaltación de la más salvaje e inocente belleza, el punto de fuga hacia el que el deseo se escapa, la zona negra que despierta la llama en que habrá de calcinarse el mundo. ¿En qué otra cosa consiste Teorema? Pasolini ha descrito la lógica geométrica que, más allá de los corolarios, guía la película: "Una historia religiosa: un dios que llega a una familia burguesa: bello jóven, fascinate, con los ojos azules. Y ama a todos". La conclusión de las premisas es obvia: cuando el huésped se marcha, ya todos han sido transformados: la institución familiar y las costumbres burguesas habrán saltado por los aires de una vez y para siempre, los individuos habrán de arder en un estallido de dramatismo antes insospechado.

En Pasolini, Dios, el cuerpo joven, es necesariamente el escándalo: el fin de la conciencia tranquila. El cuerpo joven no habla, establece una relación de amor. El cuerpo es afectividad desatada, irrupción sorprendente, representación de lo incodificable, fuerza viva del pasado que revoca los proyectos y los contratos, que, insoportable en su abrasadora pobreza, abre una crisis que en sí misma ya es salvación: "Un cuerpo --dirá Pasolini al ser entrevistado-- siempre es revolucionario".

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia