viernes, 20 de noviembre de 2009

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Carta de presentación

Nacen Los Libros del Señor James con la intención de ser una colección de libros con personalidad múltiple, una biblioteca miscelánea donde quepan distintas procedencias, géneros y estilos. Sea la traducción de canciones en inglés, como las Noches en tránsito del norteamericano Mark Kozelek con quien se inaugura el sello; sean aforismos eufóricos, narrativa esquinada del siglo XX, ensayos para subrayar o autores pertenecientes a la antigüedad clásica, que son los asuntos que guardan turno de salida en la cartera del Señor James.

Los Libros del Señor James intentan abrirse a itinerarios transversales que comuniquen diferentes ámbitos de la cultura y el conocimiento, la canción y la filosofía, la novela corta y la poesía, el aforismo y el ensayo, la palabra en inglés o en francés o en griego o en alemán y la palabra en castellano, la escritura y la lectura. Poco le importa al Señor James que sus libros formen parte del pop, de la tradición moderna o la filosofía clásica, los atiende a todos por igual, los mezcla en los anaqueles de su imaginaria biblioteca como si se tratara de capítulos de una misma historia.

El Señor James es un personaje de ficción. Y, como todos los de su especie, tiene sus manías, sus obsesiones, sus peculiaridades. Como el Werther que imaginase Goethe, o como el Capitán Achab que persiguiese a la ballena blanca, como tantos otros, fantásticos o estrambóticos, el Señor James escribe su propia aventura. Es cierto que no va en busca de un tesoro lleno de doblones de oro, que su objetivo es otro: construir una biblioteca, su biblioteca, y compartirla. Pues su pasión son los libros hermosos, grandes y pequeños, de todas las épocas y géneros, de donde vengan, en cualquiera de las mil lenguas. Su único criterio es la belleza.

Los Libros del Señor James acaso vivan en los márgenes pero no son marginales; están hechos desde la independencia, ajenos a las dominantes de la industria, pero se vinculan estrechamente a la pasión de aquellos lectores que, atentos, como el Señor James, gustan tanto de la sorpresa como de la sabiduría.

Los libros del Señor James emprenden su ruta en compañía de la Editorial Eclipsados y el taller de diseño Vaca Resing, sin cuyo talento, apoyo y soporte estructural no hubiera sido posible botar este proyecto. Dicen que uno escribe de la misma manera que vive. El Señor James está convencido de que los libros se editan como se vive. Su biblioteca también es una biografía.


(Los libros del Señor James es un proyecto en el que participo junto a Nacho Escuín, David Mayor y León Vela. Queremos que el primer libro esté en las librerías a lo largo del mes de diciembre.)

lunes, 16 de noviembre de 2009

Literatura amorosa IX

Tras recordar mi odio hacia la pedagogía y las misiones evangelizadoras, sobre la tarde ofuscada decidí retornar al único espacio de aprendizaje que reconozco, que apruebo y he conocido, al espacio raro, denso pero flexible, del afecto. Volví sobre un texto que, como tantos otros, permanecía quieto sobre la estantería: De postmoderna superstitione, de Iván Alejo. Lo bueno de leer y releer a los amigos es que uno siempre tiene la sensación de que ya han dicho aquello a lo que uno llega sólo más tarde. Quizá uno lo escribiría de otro modo, introduciría importantes variaciones, cambiaría el estilo, insistiría más en algún punto y menos en otro. Da igual, lo esencial ya está ahí, en la voz de tinta que el amigo abandonara, sobre la estantería, para que, llegado nuestro momento, como la carta tardía o el mensaje olvidado, como en un eco nos alcance lo escrito.

Releo su Teratología y me doy de bruces con el amor como devenir monstruoso. Allí disecciona la obra de M. Duras, El amante, y ofrece la imagen de un deseo amoroso inasimilable porque imperceptible, pero también porque inevitable. Frente a las normas sociales que codifican las relaciones, el encuentro inesperado instituye un proceso de subjetivación demoníaco que arrastra a los cuerpos hacia un espacio aún por fundar. La ciudad y la familia hacen de los amantes una comunidad invisible, desobrada, inconfesable. Su monstruosidad reside precisamente en su invisibilidad, inaprehensible a las miradas y a las palabras, en el carácter secreto de su deseo irrevocable.

Es la clandestinidad sobre la cual los gestos amorosos se perfilan lo que destituye, como un sol negro, los repartos de luz, de lo visto y lo no visto, el campo de visibilidad y las configuraciones del espacio. Es la imperceptibilidad lo que desplaza las normas y trastrueca los organigramas. Como Deleuze y Guattari apuntaran, e I. Alejo cita: "Es necesario que el secreto se inserte, se insinúe, se introduzca entre las formas públicas, haga presión sobre ellas y haga actuar a los sujetos conocidos". El deseo desmedido e inconfesable dispara procesos de subjetivación divergentes, traza nuevas líneas, altera las costumbres, la percepción de la ciudad y los entornos --ahora con sus huecos, con sus franjas de libertad, pero también con los ámbitos del agobio y la claustrofobia--. La comunidad monstruosa que surge introduce otras formas de vivir el tiempo, de conducir los gestos, de abrazar el instante. Y es justo allí, donde el amor se revela imposible, allí donde es negado, rechazado, despreciado por el mundo, cuando con más fuerza deslumbra la potencia absurda del deseo, de un querer sin sentido, origen de un existir diferente. Es desde el estigma que con todo su furor se desvela el punto desde el que liberar la vida.

Y, sin embargo, si la comunidad amorosa es monstruosa, si es capaz de romper con la lógica del sentido que gobierna las vidas, es precisamente porque no acaba nunca de decantarse por sí misma, porque mantiene a los amantes a distancia, en la singularidad de una soledad compartida. A pesar de todo, si los individuos optasen de forma definitiva, rompieran con el secreto y rehicieran la vida según una norma nueva, la ambivalencia y con ella la monstruosidad de un "amor abominable" se diluiría en la aceptación de un orden nuevo. No hablamos de héroes, sino de monstruos. Pero de seres que, a pesar del estigma, son capaces de no pedir disculpas por lo que son, de nunca y bajo ningún concepto pedir perdón. Al fin, como concluye I. Alejo:

"Uno vive monstruosamente no sólo cuando lo decide, sino cuando el poder le hace vivir monstruosamente. Podemos sentirnos culpables por ello y repudiarnos a nosotros mismos como monstruos, o simplemente escupir la vergüenza y la culpa y vivir monstruosamente, reforzando las alianzas".
I. Alejo, Propuesta para una teratología del poder.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La sociedad del espectáculo

"Un curso no es una performance, y, en lo posible, es necesario no venir como a un espectáculo que encanta o decepciona, o incluso --¡pues existen los perversos!-- que encanta porque decepciona".
R. Barthes, La preparación de la novela. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1978-1979 y 1979-1980.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Nada que hacer

La filosofía griega le ha dado mil vueltas al asunto, lo ha abordado por todos los flancos como quien pretende asaltar un castillo inexpugnable, ha girado una y otra vez en torno a la misma cuestión. ¿Es posible enseñar filosofía? O lo que es lo mismo, ¿es posible enseñar la virtud? Conforme pasan los días mi convicción en que nada se puede aumenta. Es cierto que mi nula vocación pedagógica viene de lejos, de demasiado lejos tal vez. Siempre he pensado que es posible aprender, mas nunca enseñar. Que aprende quien quiere y lo que quiere: en definitiva quien puede, porque ya sabe lo esencial, su deseo de saber, y que nada se puede mostrar a quien insiste en cerrar los ojos o en mirar hacia otro lado, en vivir conforme a horóscopos o religiones, da lo mismo, siempre conforme a lo irracional.

De ahí que no crea en la función, supuestamente salvífica de la educación. Menos aún del profesorado. Nada he agradecido nunca a los que fueron o creyeron ser mis supuestos maestros, que sólo generaron en mí la sensación del más absoluto desprecio. No entendí sus estúpidas pretensiones de mostrarme un camino ni su egomaníaca insistencia en hacerme partícipe de sus personalísimas pasiones. Yo ya tenía las mías, y sus obsesiones no supusieron sino obstáculos a evitar, zancadillas, aburridos protocolos. De ahí que hoy observe con consternación las dos vías que se despliegan, y cómo una, terrible, se extiende dominando a las almas débiles a través de la fascinación y reduciendo a escombros lo poco que pudiera haber de interesante en las cabezas embotadas de estulticia.

No hay nada que enseñar, y, sin embargo, hay dos formas de intervenir sobre la inteligencia y la vida. La una despreciable. La otra, al menos, en la medida misma en que se ejerce como abandono, hace posible la proliferación de las diversas singularidades, de los matices, la aproximación, acaso imposible, a la verdad. La primera consiste en agradar al auditorio: alumnos fascinados por una palabra que es efusión, expresión apasionada, dicción inmersa en lo que se dice, retórica perfeccionada según lo que se espera y, en el fondo, seducción con la voz, charlatanería. Allí encontramos al maestro, transformado en personaje o marioneta, identificado plenamente con su lugar, con su lenguaje, vívido, asertivo, fascista, escupiendo sus ilusiones y sus fantasmas, rodeando como en una madeja a los oyentes, arrastrándoles al infierno en el que ya, definitivamente, como frente a un televisor o a un personaje de novela de aventuras, dejarán de pensar, perderán toda distancia crítica y quedarán ahogados por la lengua sinuosa del que enuncia.

La otra, la que me interesa, es seca, ronca, gastada. Ninguna teatralidad hay en ella. Sólo la molestia compartida entre aquel que habla y aquel que escucha. Verdad agobiante. Repetida. Una y otra vez diciendo lo mismo. Lo común, el malestar. Que el profesor no salva. Que nadie salva. Que el que escucha ya está perdido, sometido a la palabra del otro --lógica ajena--, a la de aquel que habla. Que el lenguaje o es distancia o es sumisión, servidumbre voluntaria. Hay una voz que te abandona o te insulta, que dice no me sigas, busca otro camino, forja tu decir en otros senderos, arrógate el poder de hablar por ti mismo. Hay una palabra que no se canta. Que sólo se escribe. No me interesan los profesores, con su bla, bla, bla interminable, con su tener como todo dios que ganarse la vida. Sólo quiero que se escriba. En silencio. Que se escriba una y otra vez lo diferente, la mutación perversa, otro camino que nadie habrá ni podrá seguir, una vía muerta tras la cual se hace necesario el desvío, sacar el machete y ponerse a cortar la maleza, internarse en otros parajes, insistir en la incógnita.

Pero en la caverna, de retorno, se reirán de ti, los locos te tratarán de loco, y te despedazarán el alma.

jueves, 5 de noviembre de 2009

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Un último viaje

El sábado pasado, al tiempo que me disponía para mi última expedición, murió, habiendo cumplido ya los cien años, Claude Lévi-Strauss, el autor de Las estructuras el elementales del parentesco, ese libro que nos enseñó que nada somos salvo el efecto contingente de diversas series relacionales que se cruzan unas con otras para ponernos en nuestro lugar, meros productos del tejido simbólico que nos precede y nos constituye, apenas sí híbridos de signo y valor, soportes de estructuras en las que nos hallamos insertos. De él había aprendido yo la esencial lección. Como en toda investigación etnográfica permanecí atento a los intercambios, especialmente a aquellos que se presentan a sí mismos bajo la forma del don, sabiendo que la lapidación de palabras, sustancias u objetos, responde siempre a lógicas perfectamente codificadas según las cuales a cada sujeto se le obliga a ocupar una posición, a representar un momento de la formación social desde el que podrá hacer y percibir unas cosas y otras no. El sujeto no es sino aquel que se encuentra sujetado a la interpelación que supone todo intercambio. Me concentré, por ello, en recordar esas palabras mágicas cuyo poder secreto se tiende a olvidar, el poder de los nombres que nos fueron asignados y a cuya pronunciación respondemos desde antes acaso de saber hablar. Profundicé en la labor etnográfica con la parsimonia de quien sabe que lo único importante vendrá luego, durante el proceso de redacción de las conclusiones, cuando, ya de vuelta, las notas tomadas empiecen a cobran sentido y lo observado, despojado de toda esa ganga de la aventura, sirva para despejar, aunque sólo sea levemente, un fragmento de la verdad.

Nunca olvidaré las palabras con que Lévi-Strauss comenzase ese libro de título maravilloso: Tristes Trópicos. Palabras que incansablemente repito, cada vez que tengo ocasión: "Odio los viajes y los exploradores. Y he aquí que me dispongo a relatar mis expediciones...". También a mí me resulta esa la parte engorrosa de mi trabajo. Tener que insertarme en otras tribus, las incomodidades del tránsito, el hambre y la falta de sueño, la excitación artificiosa, la inevitable persistencia en esa zona fronteriza que no le permite a uno entrar del todo ni quedarse fuera. Pero es divertido luego, ahora, revisar los organigramas, atender al comportamiento diverso de los diversos componentes tribales, especialmente cuando, como es el caso, se trata de sistemas que, siguiendo a Hobsbawm, podemos calificar de primitivos: ver a quienes ocupan los espacios limítrofes y pueden por ello actuar como receptores, a quienes taponan ciertas zonas recubriéndolas de incomunicación y generando con ello la ficción de un centro oscuro al cual no todo el mundo puede acceder, a las mujeres siempre escasas en número gozando de prácticas homoeróticas en un campo de acción que excluye toda relación afectiva o sexual entre hombres, a esos otros personajes que, perfectamente insertos, sin embargo cumplen funciones expiatorias para la comunidad.

La labor del antropólogo, a pesar de las angustias por la distancia que separa del hogar y demás inconvenientes, permite retornar con un saber que él sí merece la pena: permite saber que los comportamientos se encuentran determinados según lógicas más o menos precisas, que los individuos se encuentran atados a la red de relaciones que los incluye-excluye según modalidades diferenciadas, que, en definitiva, todos, incluso aquél que va a estudiar, no observa y actúa sino a partir de su posición, que, por tanto, todos somos poco más que funciones de un entramado que nos excede y al cual respondemos de manera perfecta. Era necesario bajar a la calle para contemplar las estructuras. Lévi-Strauss fue uno de los primeros que lo hizo. Tras la expedición que me condujo a través de la noche, el maestro de la antropología estructural había fallecido. El maestro de Lacan y Althusser, de Barthes y Foucault, de Bourdieu y de tantos otros sin cuyas aportaciones nuestro pensamiento seguiría siendo --si es que a pesar de todo no lo es aún-- pensamiento salvaje. Ha muerto C. Lévi-Strauss, aquél que describiese el objetivo último del pensador, acaso la sola esperanza válida:

"El mundo comenzó sin el hombre y terminará sin él. Las instituciones, las costumbres y los usos, que yo habré inventariado en el transcurso de mi vida, son una eflorescencia pasajera... Cuando el arco iris de las culturas humanas termine de abismarse en el vacío perforado por nuestro furor, en tanto estemos allí y que exista un mundo, ese arco tenue que nos une a lo inaccesible permanecerá, mostrando el camino inverso al de nuestra esclavitud".

Lévi-Strauss marcó la vía: recorrer el camino inverso al de nuestra esclavitud. A nosotros nos toca seguir la senda. Ir más lejos. Profundizar otras selvas. Hoy la filosofía no es sino la etnografía de lo más próximo, de nuestro propio mundo, de nuestra cultura, de nuestra barbarie. La elaboración de una mirada lúcida que nos permita escapar de estas estructuras absurdas que nos hacen ser lo que somos y que nos cercan. Es una pena que no se retorne de la muerte, ese último viaje. ¿Quién sino él, Lévi-Strauss, podría regalarnos la más detallada y por ello mismo la más hermosa cartografía del infierno?

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia