miércoles, 29 de diciembre de 2010

La llamada de lo salvaje


"Dice la verdad quien dice la sombra"
P. Celan

Como tantos otros he atravesado la noche, saltando, como si llegara del cretaceo, hasta el crepúsculo. Es tarde y no resultaría oportuno andarse con rodeos. Vivimos en uno de esos Estados que Derrida llamara canallas. Rogue state, dicen los americanos. Es un término como el de "tolerancia cero". Inventado por los poderosos para estigmatizar a sus enemigos. Sin embargo, fue Chomsky quien mostró cómo precisamente esos Estados que habían inventado el nombre y el estigma (algo así como un prolegómeno para dibujar la asíntota a partir de la cual establecer lo que llamaron eje del mal) eran y son precisamente los más canallas de entre todos los Estados canallas.

El término suele utilizarse para designar a esos Estados-nación que restringen fuertemente los derechos humanos y defienden el terrorismo. También para los denominados Estados-parias. En realidad, lo interesante de Chomsky y de Derrida, su juego perverso, consiste en demostrar hasta qué punto quienes califican a otros de canallas son los verdaderos canallas: cómo precisamente aquellos que imponen la legislación internacional son quienes de manera sistemática incumplen su propia ley.

Pero yo no quiero hablar ahora, a esta hora ya extraña, de política internacional. Quiero hablar de nosotros mismos, del sistema político que sobre nuestras espaldas de funda y se sostiene. El nuestro es un Estado canalla no porque incumpla con la legislación de las Naciones Unidas. Hace algo mucho peor. Incumple sus propias leyes, el derecho, los derechos de tantos. De aquellos a los que ahora tanto gusta la televisión y los idiotas que la siguen llamar privilegiados, sin duda; pero también del resto. Si algo me fascina del decreto ley aprobado en consejo de ministros (y lo escribo todo en minúsculas a conciencia) el pasado 3 de diciembre, es que unía, por una vez, al lumpen, a los residuos humanos, a los parias, con el nuevo (y ya no tan nuevo) proletariado.

Trataré de ser breve: a día de hoy la mayoría de la población no es necesaria en tanto que fuerza de trabajo. Su persistir (mediante subsidios) en la existencia supone sólo un gasto inútil, pérdidas para este capitalismo que algunos caracterizan como tardío. Su exclusiva utilidad (viejo ejército de reserva) reside en funcionar a modo de pistón que presione a los trabajadores a mantener sus sueldos al mínimo. Pero su número ha crecido de tal modo que incluso en ese sentido se ha vuelto innecesaria su permanencia. Ya sin soportes ni esperanzas podríamos imaginar que se lanzasen a construir barricadas. Ahora bien, entre el lumpen y los nuevos proletarios, esos que los italianos dieron en llamar, creo que inoportunamente, proletariado cognitivo, el sistema capitalista ha creado una especie derivada, un híbrido, las precarias, gentes con trabajos a tiempo parcial, tiempo flexible, contratos temporales, capacidad de multitareas, de cambio constante y readaptación. El trabajo precario sirve como mecanismo de contención frente a la revuelta desesperanzada del lumpen, de los pobres que ya nada tienen salvo su presente y su fuerza. Un contrato de diez horas semanales es como la luz intermitente de un faro en el mar agitado. Crea expectativas de mejora. Desactiva la rabia y la desesperación al tiempo que genera inútiles esperanzas.

El 3 de diciembre pasado jodían a los controladores al mismo tiempo que suprimían los subsidios de desempleo. El Estado de Alarma quizá iba dirigido, más que a ningún otro colectivo, al de los parados, como un golpe de efecto no sólo mediático que los contuviera y no los lanzara al centro mismo de la metrópolis. Pero es el propio Estado, con su estúpido palo, el que ha juntado al perro aristócrata con los lobos, al estilo del cuento de Jack London. Los privilegios se han terminado. Ya todos, trabajadores o no, somos precarios: lumpen maquillado con mil baratijas de consumo, residuos humanos controlados a través de las expectativas de trabajos de los que en cualquier momento podremos ser desechados. Es el capital el que nos ha unido bajo su paraguas despótico. Hemos sido abandonados frente un afuera que ya es sólo noche.

Pero en la noche se erige la sombra. Lo dijo J.-P. Sartre en una ocasión desafortunada, en un texto redactado para La Cause du peuple el 15 de octubre de 1972 y ya nunca más reeditado. Sostuvo lo insostenible. ¿Pero qué otra cosa que lo insostenible resta frente a lo insoportable? Copio su sentencia salvaje, escrita a la edad de sesenta y siete años: "Le principe du terrorisme est qu'il faut tuer... C'est une arme terrible, mais les opprimés pauvres n'en ont pas d'autres".

domingo, 26 de diciembre de 2010

Intervenciones

Mi último artículo en prensa: "Aviso a navegantes".

sábado, 25 de diciembre de 2010

Violencia y derecho

Hacer visible lo más cercano probablemente sea la función que se impone a la filosofía en estos tiempos extraños, ahora que lo real se confunde con lo obvio-indiscutible. Es en la ausencia de distancia, en la máxima proximidad, cuando la visión se ciega acaso por exceso de cercanía, haciendo imperceptible lo que somos y lo que nos rodea: la actualidad. Lo enseñó Canguilhem, teórico de la ciencia que hizo del más alto rigor conceptual su principal compromiso en la vida, sólo comparable, no lo olvidemos nunca, con su compromiso antifascista: es contra la evidencia que debe ejercitarse la filosofía. La frase que dirigiera en el Londres de 1943 a Raymond Aron aún resuena insistente en mi cabeza: "Soy spinoziano, creo que nos aferramos en todas partes a lo necesario. Necesario es el eslabonamiento de las matemáticas... y también necesaria es la lucha que llevamos adelante".

Me agarro, también yo, a lo necesario, a la rememoración del Estado de Alarma decretado el 4 de diciembre de 2010 en España, que permanece y se prorroga, que se extiende en el tiempo y que parece que, precisamente a través de ese prorrogarse, tiende a perderse en el olvido, a pasar a lo imperceptible. No es necesario ser demasiado avispado para saber que quien controla los tempos gobierna la actualidad. Es esa actualidad la que nos está siendo hurtada. A un acontecimiento le sucede otro, a ése, el siguiente. La velocidad de sustitución no oculta nada y, sin embargo, desactiva toda posibilidad de intervención sobre un presente ya siempre diluido. El tiempo se licua hasta devenir un torrente en el que parece inútil introducir los remos.

Por eso, ahora que el Estado de Alarma se despliega no ya como respuesta a una calamidad que nunca existió, sino como dispositivo preventivo frente a posibles cortocircuitos en el sistema, acaso convenga retornar sobre algunas percepciones que pudieran iluminar la penumbra que nos acecha, insistir en un presente que constantemente se borra. Ha sido Giorgio Agamben quien de manera precoz ha expuesto cómo "el estado de excepción, como estructura política fundamental, ocupa cada vez más el primer plano en nuestro tiempo y tiende, en último término, a convertirse en regla". No se trata aquí de confundir Estado de Alarma y Estado de Excepción, que, junto al Estado de Sitio, tienen estatutos diferentes en nuestro orden constitucional. Sí, sin embargo, de poner de relieve en qué medida todos ellos suponen la suspensión, según diversos grados, de la distinción entre ley y violencia. Como apunta Agamben, la soberanía no es otra cosa que el punto de indiferencia entre violencia y derecho, "el umbral en el que la violencia se hace derecho y el derecho se hace violencia".

El problema, así, no es tanto el de la ilegalidad (por otro lado obvia) de la violencia instituida como norma en el Estado de Alarma tal y como fuese decretado por el Gobierno Español, sino, precisamente al contrario, el de la indistinción entre derecho y violencia que tal declaración determina. Lo que, en último término, esto supone es la suspensión de la ley como instancia diferenciada respecto del ejercicio descodificado de la fuerza y la desaparición de la ficción sobre la cual se erige el propio orden constitucional. No hay ni puede haber ilegalidad en la medida misma en que la fuerza se hace ley, cuando derecho y violencia se coagulan en un solo punto: en una Forma-Estado que queda configurada al mismo tiempo como: 1) expresión directa de una (imaginaria) voluntad general de la sociedad civil, y 2) como potestas liberada de cualquier limitación extrínseca a su propia potencia constituyente. Es a eso, y no a otra cosa, a lo que llamamos Estado fascista.

Ahora bien, el Estado fascista, al igual que otras posibles Formas-Estado perfectamente diferenciadas de éste, no es una realidad originaria desde la cual el poder se ejercería, no es una instancia trascendente cuyo dominio recae desde arriba sobre la sociedad civil como si del rayo de Zeus se tratara. La hipótesis, en cierto modo clásica, que supone la coexistencia de dos entidades relacionadas pero entre sí diversas (por un lado la Sociedad, en tanto multiplicidad humana, y por otro el Estado) no sólo responde a un error de observación, sino que supone el levantamiento de una mitología que impide analizar los mecanismos a través de los cuales el propio Estado se configura. Porque el Estado no es causa, sino efecto: es la resultante de toda una serie de disposiciones de ínfimas relaciones de poder que tienden a coagularse hasta generar la imagen de un conjunto unificado de Aparatos. En el límite, el Estado no es sino el efecto de un proceso siempre concreto de estatización del socius. De ahí que pueda darse una multiplicidad de tipologías estatales, siendo que cada forma-estado responde a una cepa modificada, a una estructuración histórica y, por lo tanto, contingente de la inmanencia irrevocable del socius.

¿Qué caracteriza, entonces, la emergencia de una modalidad de estatización fascista frente a otras posibles? No sólo la segmentación del cuerpo anónimo del socius en una estructura binaria que, al separar y relacionar, crea esas dos entidades diferenciadas que son la Sociedad y el Estado; sino el proceso por el cual dichas entidades tienden a identificarse la una con la otra hasta confundirse. Es ahí donde la institución deviene soberana en un sentido absoluto: cuando se coloniza la vida de las poblaciones hasta el punto de que éstas se hacen indistinguibles respecto de la propia estatización política; en definitiva, cuando la multiplicidad de individuos que conforman la Sociedad se considera Estado. Es entonces cuando a cada intervención sobre el socius se responde con un aplauso. Cuando el Estado aparece como expresión no mediada del deseo de la Sociedad y, por tanto, toda violencia ejercida desde el Estado resulta legitimada como derecho. Esto es lo que significa el Estado de Alarma. La legitimidad de la violencia ejercida de manera soberana sobre los controladores aéreos.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Estudiantes en resistencia

Lo escucho hoy en el telediario. El informe PISA (Programme for International Student Assessment) concluye que los jóvenes surcoreanos son los mejores estudiantes del mundo. La noticia añade que los índices de suicidio entre estos mismos estudiantes aumentaron en un cincuenta por ciento durante el último año.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Estado de alarma

Odio escribir sobre los políticos que dicen representarnos, traidores inmundos de la especie humana. Sin embargo, lo real-despreciable se impone en estas horas aciagas. Leo a amigos que aún escriben y se preocupan por la música y por la literatura, por la poesía o la filosofía, por esos espacios extraños, diferidos, en definitiva, respecto de lo real-inevitable. A mí me obsesiona ahora el gesto aquel de René Char, quien se negase a escribir mientras durase el nazismo. La escritura, dijo, no es suficiente.

Sé de la importancia del estilo, del rigor que exige la escritura, de la necesidad de revocar las formas del decir instituido. Sin embargo, hay días en que se impone el hablar claro, el abandono respecto de los juegos retóricos y las teorías. Cioran habla de cómo una noche de insomnio es capaz de destruir el más estable de los sistemas metafísicos. Yo vivo desde hace unos días algo semejante a una larga noche insomne, obsesionado por no cerrar los ojos ante lo que acontece, al terror que ya es y que se avecina.

El Estado de Alarma, hermano menor del Estado de Excepción y del Estado de Sitio, ha sido decretado por el gobierno español el 4 de diciembre de 2010. Gracias a él han quedado bajo poder militar ciertos territorios y más de dos mil ciudadanos hasta hace unos días civiles. La medida, por más constitucional que se diga, no por ello deja de poner en marcha un mecanismo fascista que supone un salto en la modalidad del ejercicio político. Decía Foucault que el fascismo no es un elemento externo a las democracias occidentales, sino precisamente una virtualidad permanente, estructural, intrínseca a nuestro sistema que se puede poner de manifiesto a la menor ocasión. Esa ocasión ya ha tenido lugar.

He visto en el televisor cómo hordas exaltadas pedían la cabeza de otros ciudadanos y gritaban en favor del despido libre. Al grupo Love of lesbian en concierto arremeter, entre canción y canción, contra los trabajadores. En la panadería a gente que pedía cárcel para aquellos a quienes consideraban responsables de haberles hecho perder un vuelo y unas vacaciones. He tenido que contemplar cómo personas a las que consideraba amigos e incluso compañeros de lucha se batían en contra de trabajadores asediados. Lo había leído en Deleuze y Guattari, y en Reich. El problema del fascismo es un problema de deseo. Son las masas las que desean el fascismo. Y no sólo para los demás, también para sí mismas.

Los militares han entrado en la gestión política del Estado y de los asuntos que sólo atañen a los ciudadanos. Resolverán el problema, no tengáis la menor duda. Ya veremos quién los echa luego. Muchos de vosotros lo habéis fomentado. Vuestras críticas a los controladores aéreos no han sido sino la excusa que el gobierno ha necesitado para dar su golpe de mano. La pregunta la hizo un chaval de apenas dieciséis años en pleno Renacimiento. Spinoza no hizo sino reformularla: ¿por qué lucháis por vuestra servidumbre como si se tratase de vuestra salvación?

Decía Goethe, ya cercano a la muerte, que llevaba ochenta años intentando aprender a leer y que aún no lo había conseguido. Aprender a leer es una tarea que abarca toda la vida. Se lo digo a mis alumnos cada comienzo de curso, que saber lo que pone en un anuncio de coca-cola no es saber leer y que el sistema escolar no les prepara sino en el analfabetismo. Ahora observo sus consecuencias. El gobierno decreta el Estado de Alarma al margen de la ley que lo regula. Apenas es necesario saber juntar las letras para darse cuenta de que el sentido de la ley que define los casos que permiten la declaración de este Estado no se cumple. Sin embargo, los parlamentarios no parecen haberlo percibido. La mayor parte de la ciudadanía no parece haberlo percibido. Nadie parece saber leer.

No hace falta haber leído a Marx, pero es conveniente para entender qué diablos es una huelga, cosa que (a veces creo que deliro) todos parecen haber olvidado. La huelga no es una cuestión de derecho, ni se juega al nivel del derecho. El derecho pertenece a eso que solía llamarse superestructura. La huelga supone una intervención en la infraestructura. Así que eso del derecho de huelga es una estupidez supina. Y el asunto de los servicios mínimos no es más que un modo de desactivar el arma fundamental de los trabajadores frente a las presiones del capital, su potencia de fuga. Así que hablemos de lo que debiera ser obvio, de eso que Vaneigem llamaba banalidades de base. La huelga es un mecanismo que se sitúa en la dimensión descodificada de la lucha de clases, o, si gusta más la jerga nietzscheana, en el espacio inmanente de las fuerzas en conflicto. La huelga supone, llana y simplemente, la supresión de la relación entre explotadores y explotados, y, por tanto, la supresión de la producción de plusvalía que esa relación supone: la auto-supresión del trabajador en tanto que tal. Toda huelga es, necesariamente, eso que ahora llaman huelga salvaje: ruptura de la relación-capital, invención del comunismo. Así que déjense de gilipolleces con la historia esa de que una huelga salvaje es inaceptable y otras chorradas por el estilo. Si les parece inaceptable una huelga salvaje, al menos ya saben una cosa, saben de qué lado están, del lado de los explotadores, del lado del capital y de sus empresas. Sepan también que no me tendrán como amigo.

Pero los controladores aéreos ni siquiera han hecho una huelga, sino que se han acogido a su derecho a la salud. Freud hablaba del malestar de la cultura. La actualidad intensifica de manera exponencial dicho malestar. Gobierna, nos gobierna a través de él. Hoy que se abandona a miles de personas al paro sin subsidios al tiempo que se las responsabiliza de su situación, hoy que se hunde a la población en la precariedad extrema y se la somete al máximo estrés, hoy que para sobrevivir hemos de comer ansiolíticos, somníferos y antidepresivos en cantidades masivas, obligados como estamos a poner nuestra vida entera a trabajar para poder permanecer conectados a un sistema que nos expulsa sin descanso; los controladores aéreos están, sin embargo, impedidos por ley a consumir cualquier tipo de tranquilizante so pena de quedar temporalmente inhabilitados en sus funciones. Al mismo tiempo, el gobierno decreta una ley, otra más, que no es sólo un ataque a sus condiciones de trabajo y de vida, sino un ataque a su dignidad como colectivo y a su integridad como individuos. Hacen uso entonces de su derecho a la salud, en concreto a la salud mental, minada tras meses de ataques injustificados por parte de la empresa y del gobierno. Eso pasa a ser considerado delito de sedición. Pero su malestar es el nuestro, el de todos. Su epidemia de ansiedad nada tiene de sorprendente. Es la misma que sufrimos todos los demás: enfermedades del vacío las llaman. La cuestión es si vamos a seguir sometiéndonos a sus terapias químicas o vamos de una maldita vez a reventar.

A lo largo del 2009 en France Télécom se inicia una ola de suicidios debido a las condiciones draconianas a las que la empresa somete a sus trabajadores. Si mis cálculos no fallan, han sido reconocidos por la empresa 48 suicidios en dos años. Es una opción, la última. En las cárceles se llevan practicando los suicidios y las auto-mutilaciones como formas de resistencia desde hace años. Hay, en los últimos años, una epidemia de gente que, frente a situaciones irresolubles, se quema a lo bonzo. Cuando es la propia vida la que juega en contra de uno mismo y ya no hay afuera, ¿cuál es la solución? ¿Permanecer en el sufrimiento o saltar al precipicio? Los controladores aéreos, creo que muy oportunamente, no han decidido suicidarse: ante una situación vital insostenible, vejados por insultos constantes, persecución de sus hijos en las escuelas, ataques de conocidos y desconocidos, etc., han decidido abandonar sus vidas, sus trabajos, su empresa. El Estado, apoyado por una población fascista, ha sacado al ejército, ha sacado las pistolas y las cárceles. Ha desactivado los únicos mecanismos que tenían, la huelga y el derecho a dejar el puesto de trabajo. Pero aún no han acabado con lo que les mantiene a flote como gremio y como individuos, su unidad como colectivo. Sin embargo, no otro es el objetivo último del Estado en su tarea de destrucción total: arrasar lo común, aislar en una soledad irrevocable, sin apoyo alguno.

¿Saben que los controladores franceses y portugueses se solidarizaron con los españoles, no dejando surcar su espacio aéreo a ningún avión procedente del territorio español mientras el paro durara? ¿Saben que el sindicato de pilotos se solidarizó con el de los controladores aéreos? ¿Saben que otros muchos sindicatos y colectivos europeos e iberoamericanos del ámbito de la aeronáutica han estado al lado de los controladores aéreos españoles y se han avergonzado de la respuesta brutal del Estado Español? Y luego tenemos que escuchar a los estúpidos políticos y a los despreciables empresarios del turismo hablando del deterioro de la marca-españa. España es una mierda, y no por culpa de los controladores, sino por culpa de estas hienas que nunca tienen bastante y a cuya cabeza se encuentra el antiguo colaborador del gobierno de los GAL, el inmundo Rubalcaba, gran ganador de esta debacle política.

¿Saben que el Estado Español, con nuestros impuestos, contrató hace más de un año a una empresa, en concreto a una consultora americana experta en la destrucción de sindicatos? Mckinsey, creo recordar que se llama. Ella ha sido la encargada de planificar lo que desde hace más de un año los controladores vienen sufriendo. Son los mismos que privatizaron Renfe y otras tantas empresas. Luego el trabajo sucio consistente en reventar cualquier posibilidad de convenio colectivo ha recaído en manos de un bufete de abogados experto en estos menesteres y también, por supuesto, pagado con el dinero de las arcas públicas, con nuestro dinero. Su nombre es Cusan-abogados, empresa integrada desde hace un par de meses en la firma internacional KPMG. Son ellos los que han estado llevando en nombre de AENA y del Estado las reuniones con el sindicato USCA: expertos en técnicas que permiten reventar física y psíquicamente al más duro de entre los delegados sindicales. Eso por no hablar de las serias sospechas de que a algunos de los miembros de la anterior cúpula del sindicato les hayan untado de pasta para desactivar cualquier posible brote de antagonismo. Pero las bases asamblearias lograron quitarse de encima a esa cúpula y generar un contexto algo más favorable, gente con menos experiencia pero más honrada. Ahora el gobierno dice explícitamente que va a descabezar al sindicato, que va a arrasar con los delegados sindicales, supuestamente protegidos por ley. Nada dicen al respecto los sindicatos mayoritarios. Ni UGT ni CCOO tullen ni mullen cuando se está persiguiendo de modo explícito a compañeros, ni cuando se arrasa con derechos laborales fundamentales. La fiscalía no duda en participar en la purga. Y, a pesar de todo, la historia no ha terminado. Las asambleas, aunque ahora desactivadas, pueden volver a brotar. Además, hay otros conflictos abiertos. Los pobres son más pobres. La rabia de muchos va en ascenso. Los controladores no están solos. Yo, al menos yo, estoy con ellos.

¿Y vosotros? ¿Vais a permitir que, no ya nuestro gobierno, sino nuestro Estado, pisotee los derechos civiles más básicos de un colectivo de trabajadores? La declaración del Estado de Alarma no va dirigida sólo a los controladores: es un aviso a todos los colectivos, trabajadores o no. La crisis (eso que llaman crisis y que cada vez se demuestra con más claridad que no es más que una recomposición del sistema capitalista para eliminar toda restricción a su proceso de auto-valorización) ha abierto una caja de Pandora que promete tempestades para todos: desatención de las personas más necesitadas, jubilaciones imposibles, recortes sociales: eso es sólo el principio. ¿Qué ocurrirá cuando empiecen, si es que empiezan, las movilizaciones? ¿De verdad creéis que las tasas universitarias sólo subirán en Gran Bretaña? ¿Qué las reformas no van a afectaros? ¿Qué vuestras pequeñas empresas van a sobrevivir? ¿Qué no vais a tener que hacer concesiones para mantener vuestros trabajos? Si están siendo capaces de aplastar la lucha de un colectivo que posee una posición estratégica en el sistema de producción y distribución y que tienen un grado de sindicación y una disciplina de acción inigualable, ¿qué diablos pensáis que van a hacer con vosotros, cuya capacidad de intervención en mínima? ¿Qué vais a hacer? ¿Quemar contenedores? ¿Pegaros con la policía? ¿Agachar la cabeza esperando a que escampe?

Es hora de hablar con los amigos, de crear redes de apoyo mutuo y de resistencia, de prepararse para lo peor, de inventar nuevas formas de lucha y de estudiar las antiguas, de aprender a ser tipos duros, de recuperar la experiencia política que durante los últimos treinta años nos han robado. No hablo de revolución. No soy un iluso. Hablo de resistencia. Es el tiempo de la acción común y de la ruptura. La poesía y la filosofía tienen que retornar a su función olvidada: cambiar la vida.

sábado, 7 de agosto de 2010

Estética infernal

1 / Es uno de esos libros que retornan una y otra vez, hasta parecer que nunca se han leído, que, con más sencillez, simplemente siempre han estado ahí, con uno, asediándole, libros que transmiten un saber secreto e íntimo a la mano de cualquiera. El ejemplar que manejo me lo regaló A. hace, no sé, quizá algo más de quince años, al principio de todas las cosas, en el origen de mí mismo. Lo leí con fruición inocente. No soy capaz de decir cuánto aprendí o si ni siquiera aprendí algo de la lectura. Ciertos epigramas se me quedaron clavados entonces en la cabeza. Especialmente aquel según el cual "El único medio de desembarazarse de una tentación es ceder a ella", y que ahora sé retoma la moral extraña de las antiguas sectas gnósticas de los primeros siglos de nuestra era: esa según la cual no hay purificación sino a través del pecado, hundirse en la carne es la sola forma de escapar a la carne, la vía de salvación conduce a profundizar en el mal hasta sus límites externos, hasta agotar lo inagotable. El retrato de Dorian Gray dibuja la senda de un estilo infernal, de una estética de lo abyecto que se exalta como placer y angustia, como intensificación de las pasiones, de los afectos que son la vida. El tiempo detenido de la juventud perenne no aparece sino como el laboratorio ideal en el que experimentar con la forma de la existencia gozosa.

2/ Manual de ética, El retrato... enseña lo esencial, que no hay otra obligación en la vida que la de construir la propia existencia según criterios de verdad y belleza. La vida es concebida como elemento propicio para una estetización: "de cuando en cuando una personalidad compleja sustituía y asumía el puesto del arte; llegaba a ser en su género una verdadera obra de arte, pues la vida produce obras maestras exactamente como la poesía, la escultura o la pintura". Si habitualmente Oscar Wilde es inscrito entre aquellos dandys del siglo XIX que parecen reducir la vida a un esteticismo meramente formal, lo cierto es que el formalismo que se propone en El retrato... se desenvuelve como exaltación de una estética de lo horrible, de la belleza subversiva de lo feo. El arte moderno, desde los Caprichos de Goya y, más aún, a partir de sus pinturas negras, se desliza invariablemente más allá de las fronteras de lo instituido como bello. El arte, al menos el arte moderno, tiene lugar en el lugar del excremento, en ese espacio-resto que siempre excede o sobra, residuo no evaluado sobre el cual es necesario posar la atención. El retrato..., en su absoluta modernidad, traza la existencia en tanto que existencia artística en la medida misma en que hace profundizar al personaje, a Dorian, en ese espacio oscuro, en esa zona de sombra que permanece irrepresentable. El arte de vivir exige de ese espacio de la excrecencia que ha de ser investigado. A pesar de que el campo residual se demuestra como un campo magnético o como un aparato de succión que no deja escapar, origen de adicciones maquínicas insospechadamente intensas, para elevar una existencia estética resulta necesario experimentarlo hasta el fondo y, en ello, arriesgarlo todo.

3/ El retrato muestra una imagen deforme, deteriorada y acaso horripilante que, sin embargo, es el resultado mismo del procedimiento de producción artística. Mientras Dorian Gray permanece inalterado, su vida, que es su obra, sedimenta en el lugar desplazado de la representación pictórica. La obra, la verdadera obra de arte, no es el retrato al comienzo del libro, ese lienzo que muestra un rostro juvenil de una belleza exultante: es el retrato que nos muestra ese rostro ajado por la edad y marcado por el pecado y la sangre. En el extremo que roza con la muerte, quizá el último gesto artístico de D. Gray, la pincelada final que dota de esa hermosura inaceptable a su vida, no sea otro que aquel que permite la transposición del horror desde el óleo a su rostro: la reapropiación de las señales, de los trazos de una existencia intensa. Hasta el punto de que, si la creación no es más que la formacción estética de la propia existencia, entonces el retrato no es el resultado, sino tan solo un medio a través del cual dilatar la apariencia juvenil que permite transitar la infracción de manera repetida. Sin el cuadro, Gray no hubiera podido profundizar en la zona excrementicia sino muy parcialmente antes de acabar siendo devorado por ella. El cuadro, en cuanto que sustrae las huellas del tiempo y del pecado del rostro de Gray, le permite incidir a través de todos los vericuetos de lo infame. La conclusión del proceso creativo exige la recuperación, en el cuerpo, de cada una de las investigaciones acometidas, de cada uno de los acontecimientos sufridos, de todos los placeres y las angustias: la reinscripción de la vida en el rostro. Es esa imagen corporal la que se ha trabajado a través del retrato, la que ha ido conformándose como obra de arte, como belleza terrible de lo innominado.

4/Por diversas razones, la relectura del libro de Wilde había venido insinuándose como necesaria a lo largo de los últimos años, pero no fue hasta hace escasas semanas que se hizo obligatoria. Una noche de intensa conversación con O. agotó una de las vías por las que nos internábamos a golpe de palabras precisamente en la cuestión de qué es lo que el retrato de D. Gray permite ocultar de aquél a quien representa. Sin duda, cada uno se veía acosado por unas preocupaciones y es a partir de ellas que desplegó su recuerdo de una ya para ambos lejana lectura.

O., preocupado por el deterioro y la decrepitud del cuerpo, insistía en que lo fundamental del retrato consistía en preservar la apariencia juvenil de Gray. Desde ese punto de vista, el cuadro revocaría un mal cósmico, el de la temporalidad misma y su inscripción en el cuerpo. En esa noche de desmemoria, yo insistí en que lo esencial del cuadro no consistía para Wilde en el borrado de la temporalidad, en que el mal no era una cuestión cósmica, sino un problema moral. El cuadro permitiría, antes que ninguna otra cosa, borrar las huellas del pecado. Lo importante no era que preservara de Gray la juventud, sino que preservara su aparente inocencia. Después de la relectura sé que lo que en el vocabulario de Wilde discutíamos era si el retrato ocultaba el deterioro del cuerpo o el deterioro del alma. Pero esa misma cuestión ya se la había planteado el propio personaje de Dorian Gray en el libro, frente al cuadro, "preguntándose en ocasiones cuáles eran más horribles, si las señales del pecado o las de la edad".

Tiendo a pensar ahora que, en Wilde, mal cósmico y mal moral van inextrincablemente unidos, aunque no se confundan. De hecho, el mal moral, la perversión del alma, se intensifica con el paso del tiempo y, sin embargo, ese mismo paso del tiempo, el mal cósmico, la corrupción del cuerpo, impide actualizar el mal moral, dificulta hasta el extremo al sujeto la puesta en práctica sus perversiones, por lo que el pecado deja de cometerse y la vida, en tanto que obra de arte, se arruina. La decrepitud del cuerpo no es un mal sino en la medida misma en que impide la realización del pecado. El mal cósmico es tal precisamente porque imposibilita la realización del mal moral, es decir, de la construcción estética.

5/ (...)

martes, 22 de junio de 2010

Mujer barbuda

La Mujer salvaje / con barba, árabe /ejerce su dominio /en la tribu de los Derrotados, nómadas saqueadores /del nordeste de Calcedonia.
Boris Vian, "A pelo", en Barnum's Digest, trad. J.A. Tello.

martes, 4 de mayo de 2010

Noches de tránsito


Noches de tránsito de Mark Kozelek, primer título de Los libros del Señor James, ha ganado el Premio al Libro Mejor Editado en Aragón en su convocatoria 2009.

jueves, 11 de marzo de 2010

Fisicidad de la palabra

F.T. Marinetti - Dune, parole in libertà .mp3
Found at bee mp3 search engine

jueves, 4 de marzo de 2010

sábado, 13 de febrero de 2010

Postura imposible

Es en La imagen-tiempo donde G. Deleuze aborda la problemática de la postura imposible, que es lo mismo que decir la cuestión del devenir, solo que de otro modo. Es bonito hablar del devenir, siempre y cuando no te toque a ti y así puedas olvidar la cuestión de la postura imposible que necesariamente lo acompaña. Ahí la cosa se vuelve, digamos, más incómoda, como estar sentado en una silla demasiado alta de la que cuelgan las piernas. El devenir remite a la situación del cuerpo tomado entre dos conjuntos, a la situación de un cuerpo que se encuentra simultáneamente entre dos agrupamientos que mutuamente se excluyen. Se trata de un espacio de no-elección, que es casi lo mismo que un no-lugar, un limbo o una zona de tránsito en la que el cuerpo se encuentra encerrado. Deleuze habla de ese personaje-cuerpo atrapado entre dos agenciamientos, entre dos mujeres o entre dos hombres o entre un hombre y una mujer, pero sobre todo entre dos modos de vida, entre dos conjuntos que exigen actitudes diferentes; y nos dice que siempre hay un polo que prevalece. Aunque entre ambos se establezca temporalmente una dinámica de sobrepuja, siempre, al final, uno de los dos conjuntos remite al personaje, en vez de hacia sí, hacia el otro polo. En todo caso, nunca es el personaje el que elige, constituido como está en el espacio de la no-elección.

La cuestión no es que el personaje esté o sea indeciso. No se trata de un problema psicológico. Es más sencillo, aunque más difícil de visibilizar. Resulta que los dos agrupamientos son diferentes y, por ello, el cuerpo dentro del personaje no tiene forma de elegir. Como dice Deleuze, se encuentra en una postura imposible. La preferencia del sujeto no sirve para nada, porque el cuerpo habita precisamente una zona de indiscernibilidad. Dependiendo del acoplamiento al que se lo refiera aparece de un modo u otro, como madre o como ramera, por ejemplo. Pero eso da igual, porque la verdadera cuestión es bien diferente. La cosa es que se está entre-dos. Lo propio de la situación es su indecidibilidad, su marca de paso. El cuerpo aparece apegado a un campo en el que los conjuntos inconexos interfieren y se superponen, incluso mimetizan sus perspectivas y se confunden sin dejar por ello de permanecer incompatibles y coexistentes. Aquí no hay camino, ni meta, ni obstáculos. Sólo agrupamientos magnéticos, parcelas imantadas y relaciones de transferencia molecular. La fluctuación en que se inscribe el cuerpo descubre no una indecisión del espíritu, sino un impensado material, una física de la no-elección, un gesto imposible, la contralógica de las conexiones por incompatibilidad.

lunes, 8 de febrero de 2010

Pulsión y síntoma (segundo movimiento)

El texto Pulsión y síntoma se muestra un texto del todo fallido. Sin duda, como primer movimiento, posee algunas virtudes, por lo demás bastante obvias y sobre las cuales no nos detendremos demasiado. Permite extraer la problemática del síntoma fuera del ámbito del juego significante e introducirlo en un esquema de compresión funcionalista. Por otro lado, devuelve la pulsión al ámbito de lo inconsciente, desgajándola así de la oposición placer-displacer. Sin embargo, el texto permanece, no solo debido a la terminología que emplea, preso de cierta tradición que da preeminencia a lo negativo, tal y como ocurre en las diversas iglesias freudianas y, muy especialmente en la lacaniana, frente al carácter estrictamente positivo de la instancia inconsciente. De ahí que sean necesarias múltiples correcciones y, acaso, aunque este no es lugar, una revisión total y su posterior reescritura.

En primer lugar, si se quiere desplazar el análisis, es requisito indispensable reelaborar la noción misma de pulsión como dinámica afirmativa. Para ello, a su vez, es necesario dejar de hacerla depender de la noción de satisfacción. Si en Pulsión y síntoma se apuntaba que la pulsión es una moción a la que le corresponde un fin, es obligado reconsiderar dicha pulsión en tanto que vector puro, sin determinación externa y despojada de telos. El inconsciente no se organiza de modo teleológico. El texto constantemente hace alusión a la falta de satisfacción. ¿Por qué entonces hacer hincapié en que la satisfacción está ahí? Lo único que habría sería el movimiento mismo, sin origen ni destino. El nobjeto, el objeto a minúscula, ese hueco que se dice es fin y cierre de la pulsión, no existe, o, como se añade, es un deshecho, un resto inhaprendido de la dinámica pulsional. Pero si es un hueco, es un hueco; es decir, no es. De ahí que se deba, con rigor, afirmar que la pulsión es un proceso abierto. La a minúscula no designa sino la imposibilidad para la pulsión de clausurarse.

El carácter estrictamente afirmativo y abierto de la pulsión impone la reconsideración tanto de la problemática del goce como de la cuestión de los cursos de la pulsión misma. Se observa en el texto que la pulsión es, en todos los casos, autoerótica, encontrando en la figura del perverso polimorfo su representante. Si, como se ha dicho, situarse en el ámbito de lo inconsciente permite superar la oposición placer-displacer, acaso fuera oportuno tomar dicha superación en serio. Desde ahí, podría afirmarse que la pulsión no es otra cosa que producción de goce, con independencia de si este goce es percibido por el sujeto como placer o como displacer. A lo que apunta la dinámica pulsional es, entonces, a la producción de intensidades afectivas no especificadas.

Por otro lado, está la cuestión del objeto de la pulsión que se supone permite distinguir cursos diversos, ya se trate de un curso masoquista o no. Situada la ruptura tanto respecto de la percepción del sujeto como respecto de la oposición placer-displacer, la distinción entre dos cursos diferenciados para la pulsión desaparece. Todo objeto de la pusión aparece como objeto-síntoma. El síntoma ya no es un sustituto del objeto de placer, sino que el objeto, ya sea de placer o de displacer, es, en todo caso, objeto de goce y, por tanto, síntoma. Se observa cómo a partir de la consideración de la pulsión como dinámica afirmativa y productiva, la cuestión del objeto se desplaza. Si toda pulsión es autoerótica, entonces, todo objeto es interno a la propia pulsión. La pulsión produce a su propio objeto en tanto que síntoma. La pulsión goza de sí y todo goce es goce del síntoma. Ya no hay degradación de la satisfacción pulsional, sino sólo producciones variables de intensidades afectivas.

domingo, 7 de febrero de 2010

Pulsión y síntoma

Dejando de lado el supuesto aspecto representativo del síntoma, este aparece como avatar de la pulsión. Habría, desde esta perspectiva un devenir-síntoma de la pulsión. Tomando la cuestión por este lado, habría que despejar qué es la pulsión. Muy brevemente: la pulsión sería una función dinámica, algo así como un vector, una moción a la cual le corresponde un fin exclusivo, la satisfacción. En ese mismo sentido, se puede decir que la pulsión es una demanda, Anspruch, una exigencia: tomada en sí misma, podríamos decir que hay una pulsión que no cesa, una demanda pura de satisfacción respecto de la cual ya no se podría decir a qué Otro se dirige. En ese sentido, la pulsión es profundamente autoerótica, su movimiento es el de un vector que se cierra sobre sí mismo. La pulsión encuentra en sí misma su propio objeto.

Tal es la percepción que se dibuja a través de la figura del perverso polimorfo: una satisfacción cerrada sobre sí misma, una satisfacción que tiene una especie de objeto interno o, para hablar con rigor, un nobjeto. Este nobjeto no es en ningún caso suprimido como tal, sino que figura como un hueco y cierre en el vector pulsional, y puede encarnarse en diferentes objetos que han de ser designados como objetos de la pulsión. Así, es necesario distinguir entre el nobjeto de la satisfacción interna, objeto a minúscula que necesariamente falta a su lugar, y la batería de objetos de la pulsión, los cuales no se definen sino por el lugar que ocupan, por situarse en el lugar vacío de la satisfacción, en el lugar de la falta. La cuestión es, así, una cuestión estrictamente topológica. El nobjeto de la pulsión es un topoi, un lugar mediante el cual la pulsión se cierra sobre sí misma. O, visto desde la otra perspectiva, el lugar de la satisfacción es precisamente un no-lugar, átopos, espacio de tránsito por el cual pueden pasar los diversos objetos de la pulsión. En todo caso, lo que caracteriza a la pulsión es que para ella no hay Otro. La pulsión no conoce sino su propio autoerotismo.

Si, como se ha dicho, la pulsión es una función dinámica, algo así como un vector, y que a esta moción le corresponde un fin exclusivo, la satisfacción autoerótica, entonces, se pueden diferenciar al menos dos vías en función del tipo de objeto de la pulsión que viene a ocupar el espacio vacío del cierre. La distinción se establece entre un curso asintomático de la pulsión, cuando el objeto es objeto de placer, y un curso sintomático, que hace surgir un elemento sustitutivo, un Ersatz, que no es otra cosa que el síntoma. El síntoma aparece como ofreciendo a la pulsión, como en un desvío respecto del objeto de placer, otra satisfacción. Una satisfacción que se presenta como Unlust, como displacer. Esta es la paradoja a la que nos enfrenta el síntoma: el síntoma es una satisfacción que se presenta como displacer. Aquí no se platea qué quiere decir el síntoma, sino cómo trabaja la pulsión. El síntoma sería un modo de funcionamiento de la pulsión. La cuestión se desplaza desde el ámbito de la significación y el sentido, desde la hermenéutica del síntoma, hacia un cierto funcionalismo. La pregunta ahora es ¿cómo funciona la pulsión y qué satisface el síntoma?

A partir de la aprehensión del síntoma como satisfacción pulsional displacentera surge eso que se ha dado en llamar el goce. La noción de goce permite saltar sobre la oposición placer-displacer para abordar la existencia de una satisfacción inconsciente, una satisfacción que se desconoce a sí misma y que se presenta al sujeto bajo la forma de displacer. Así, el curso sintomático de la pulsión mostraría un vector pulsional desviado respecto del objeto de placer. Es lo que Freud denomina degradación del curso de la satisfacción en síntoma, Erniedrigung. Pero, además de esta desviación, con la emergencia del síntoma se produciría un desplazamiento por sustitución: sustitución del objeto de placer por el síntoma. El síntoma vendría a sustituir al objeto.

Desde la perspectiva del goce, lo que para el sujeto aparece como Unlust en el síntoma, como displacer, como sufrimiento, en realidad es un Lust, una satisfacción inconsciente. De ahí que sea perfectamente posible, e incluso habitual, gozar del síntoma o encontrar la satisfacción precisamente allí donde se sufre. Porque la exigencia pulsional en tanto tal constituye una infracción al principio de placer, en la medida en que lo que a su través se exige no es una satisfacción del placer, sino un plus-de-gozar. La pulsión responde a una dinámica de satisfacción inconsciente y, por lo tanto, funciona más acá de la oposición placer-displacer, según la mecánica del goce, del plus-de-gozar.

De ahí que se pueda observar que es el principio de placer lo que se contrapone a la dinámica inconsciente del goce. El imperativo inconsciente de satisfacción encuentra en el principio de placer su límite. El placer es la barrera del goce. Pero hay un resto, una parte de goce que no se puede anular, que mantiene su exigencia, que sostiene la demanda: eso que Lacan llama objeto a minúscula y que constituye el núcleo del síntoma, de su repetición y su persistencia, y que, como se ha apuntado, no es desechable, en cuanto que él mismo es un deshecho, un nobjeto, lo real que todo objeto ocupa pero que ninguno agota ni suprime. Todo objeto de placer falla al goce. De ahí que la desviación de la dinámica pulsional respecto de los objetos de placer no sea un acontecimiento contingente, que el síntoma no sea un accidente, sino que responda al orden de la necesidad. Hay un retorno del goce, de la falta de goce, bajo la forma del síntoma. El curso de la pulsión conduce a la producción sintomática. Y es dentro de este registro que resulta necesario saber arreglársela con el síntoma.
Cf. J.-A. Miller, El partenaire-síntoma.

viernes, 5 de febrero de 2010

Poética de la fisicidad

El cuerpo es una superficie de inscripción efecto ella misma de lo que se inscribe. Es un plano indistinguible de aquello que se dibuja sobre él, efecto de los elementos que lo recorren. En ese sentido, es sólo conjunción fragmentaria de elementos disyuntos. De ahí que sea precipitado incluso afirmar que se trate de tu cuerpo, del suyo o del mío. No hay en origen instancia unificante ni sujeto para una apropiación. Ciertamente existe todo un conjunto tanto de disposiciones internas como de fuerzas externas que lo sobredeterminan y lo constituyen en cuerpo-envoltura, configurándolo como un todo que actúa por serialización sobre los elementos primitivos dispersos. Pero siempre hay algún rasgo asignificante que se escapa, un gesto disonante que no responde a la configuración monótona y funde la aparente solidez de la identidad performada. La envoltura que ofrece un cuerpo-sujeto (fijado a un pensamiento, a un proyecto, a una imagen: en definitiva, a una significación) se ve desbordada siempre por todas partes si se la observa con detenimiento. Los gestos irrumpen modulando según formas nuevas la interioridad expresa. La moción desviante que trazan los gestos y que no hace sino remodelar la corporalidad, sacarla de sus casillas sin llegar a quebrar la unidad constituida por la envolutura, cifra una actitud, un estilo, un modo de ser.

Ahora bien, ese lenguaje cuyos átomos son los gestos, la escritura física del cuerpo, no dice otra cosa que a sí misma. Sin duda, hay toda una producción literaria que al tiempo que construye el cuerpo como plano inmanente de significación, se expresa a su través. Sin embargo, no posee un sentido profundo que hubiera que desvelar mediante más o menos elaborados ejercicios de exégesis. No hay nada que descifrar. Las actitudes, al igual que, como apuntara Char, le ocurre a la poesía, no se interpretan. En el mejor de los casos, se acompañan. El cuerpo-texto es su propia cifra. No es alegoría de nada ni lo que él dice funciona a través del juego de las metáforas. La gestualidad ha de ser leída en su literalidad absoluta, según las melodías que eleva, la economía de su despliegue o los ritmos que transporta.

El cuerpo se configura como un lenguaje, pero no en el sentido de que bajo la serie de los signos habite un significante oculto y móvil. Por eso da igual hablar de gestos o de síntomas. Son lo mismo siempre que se acepte que los síntomas no dicen otra cosa que a sí mismos, y su reparto sólo la configuración del inconsciente en tanto que ente material fluido, cuerpo-objeto y espacio de múltiples producciones histéricas.

Obviamente, el síntoma es una formación del inconsciente, pero lo es en tanto que elemento constitutivo o fragmento expresivo. El inconsciente no responde a una unidad de principio ni a un significante despótico que uniformizaría la lectura. El inconsciente es sólo la lógica inmanente de la sintomatología, de la gestualidad, de la actitud o dinámica corporal. Acaso algo de eso se le escapaba a Lacan cuando abría sus Escritos diciendo que el estilo es el hombre. Pero la clínica, incluso la lacaniana, acostumbra a considerar que el síntoma es un elemento significante que es necesario descifrar, que, una vez descifrado su significado reprimido, puede ser eliminado en tanto que inscripción sin un duro trabajo de duelo. Según semejante perspectiva el síntoma tiene un estatuto simbólico, pertenece por entero al ámbito de lo simbólico. Pero eso es un absurdo. Todo el mundo sabe que no por descifrar el síntoma este desaparece. Que la conciencia, es decir, el desvelamiento del significado reprimido, no suspende el síntoma, sino que el síntoma retorna una y otra vez, ya sea bajo una compulsión de repetición o en función de desplazamientos sorprendentes, de variaciones inesperadas. El síntoma no pertenece al ámbito de la representación. El síntoma no es una metáfora.

El gesto-síntoma (y todo gesto es síntoma) no se sitúa en la dimensión simbólica, mucho menos en el campo de lo imaginario, sino que él remite a lo real mismo en tanto incidencia molecular constituyente del flujo corporal-inconsciente, elemento mínimo en el interior de la moción pulsional.

jueves, 4 de febrero de 2010

martes, 2 de febrero de 2010

Be yourself

John Cassavetes rueda el espacio congestionado sobre un cuerpo: muestra cómo las cuerdas van rodeándolo en una espiral sombría mediante un mecanismo difuso a la vez que gigante --a decir por su peso-- de normalización de la gestualidad y de los afectos. Filma a ese cuerpo-mujer atravesado por la presencia de un conjunto de fuerzas frente al cual cualquier resistencia queda abolida. Nick (Peter Falk) actúa como foco despótico, pero sólo a condición de ser un buen transmisor de una actitud general a la cual muy pocos se oponen y ninguno con la energía necesaria. Nick sabe bien que es bueno tener amigos. Por eso dibuja una alianza terrible concentrando en sí mismo todo el potencial opresivo de la comunidad. La influencia proviene de todos lados. Nick funciona como contramaestre y catalizador.

La estrategia pasa por trazar en torno a Mabel (Gena Rowlands), e incluso en su interior, una vacuola capaz de interrumpir toda expresión alótropa de la fisicidad. La producción de un espacio de incomunicación no es el objetivo, pero es una condición necesaria para fijar el cuerpo y clausurar lo que pudiera tener de vaporoso. El encierro-familiar-bajo-dominio-del cónyuge se demuestra el mejor modo con que arrancar cualquier viso de fuga, un mínimo de actitud discordante, toda afectividad no esquematizada. Pero ante la presión, Mabel responde con bloqueo, y con un giro cada vez más desviante, aunque siempre transido de musicalidad. No es una cuestión de disciplina, aunque haya corrección, grandes y pequeñas violencias que afectan al cuerpo. No se trata de que cocine, haga espaguetis y cuide a los niños. No solo al menos. Son esas tonadillas que ella arrastra lo que ha de ser plegado a la voluntad del cónyuge, que, por otro lado, sólo responde al deseo de tener una mujer-normal. Todo converge hacia el final de la película. Al comienzo Mabel le había dicho que le indicase cómo quería él que fuese ella. "Puedo ser como quiera. Puedo ser lo que quiera. Dímelo tú Nicki", le había espetado cariñosa. Pero él permanecerá en silencio, no respondiendo sino en el tramo final del film, cuando le exige que sea ella-misma --"Just be yourself".

Y, acaso eso es lo más desazonador de la película: la constatación de que la norma funciona por coagulación de los procesos subjetivos y acotación de una identidad monocorde. Al margen de la norma no parece haber sí mismo (self) estático o, mejor dicho, conformado según ritmos seriados que vuelvan en bucle según los tempos del conjunto. Resulta fascinante observar el rostro de Mabel antes de la intervención médica e incluso algo después, luego de que el miedo haya sido inyectado mediante técnicas psiquiátricas en la plástica corporal. Ella siempre parece estar en una zona indeterminada de fluctuación, su cuerpo atravesado de afectos que la conducen hacia otra parte, dispuesta, como en el free jazz, a abrir una nueva línea de improvisación. Ella nunca es ella misma, sino que se encuentra desplazada respecto de sí, inserta en un diferir que la abre a traslaciones imprevisibles, animada por una expansión vibratoria que no acaba de encontrar en el contexto lugar a la resonancia y, una y otra vez, termina perdiéndose en la indiferencia censora del entorno.

El corte individuante que se opera sobre una fisionomía impropia, que no acaba de cuajar o de espesarse en la perfecta correspondencia de sí consigo, que se encuentra en todo momento dispuesta a trasladarse hacia otro lugar, se concentra en el grito de Nick que impele Mabel a que se olvide de los demás y sea ella misma. Pero sólo para, a continuación, revelar cómo la subjetividad ha de quedar fijada a cierta verdad, a su propia verdad. Al primer movimiento de reposición de un centro de gravedad estable y propio le sigue inmediatamente la orden depurada de todo contenido y reducida a su esencia estrictamente formal: "Dame un bu-bu", impele Nick a Mable. Y luego: "Otro bu-bu". Para terminar gritanto: "Hazlo mejor. No. Un bu-bu de verdad". Tras el imperativo del "Debes ser tú misma. Sé tu misma. Habla normal, etc.", respira el ejercicio de un poder desnudo y vaciado de sentido que alcanza lo absurdo, modalidad Ubu rey, lo grotesco, y que se despliega no solo como obligación sino como influencia, como organización sutil de las actitudes, del aura que brota de entre los gestos mínimos, en las microexpresiones de los rostros que dan lugar a las muecas. Nick es tanto más peligroso cuanto que es capaz de percibir --o delirar, poco importa-- lo que "está en el aire". La intervención despótica procede a ese nivel. Al de los pequeños estribillos que flotan en torno al cuerpo, que lo envuelven y lo hacen girar según melodías extrañas. Y a ese nivel parece que sólo son capaces de intervenir los niños. La relación entre Mabel y los niños brilla como la única combinación virtuosa, círculo de afectividad intensa y último foco de resistencia. El padre-marido habrá entonces de mostrar el límite de la estrategia de influencia. La influencia es tierna, amorosa incluso, pero siempre y cuando estas vías resulten efectivas. Frente a ciertas cotas de resistencia Ubu abandona su rostro amable para emitir la amenaza de muerte ante la cual, finalmente, Mabel se pliega y su música se silencia: "Te mataré. Mataré a esos niños hijos de puta".
Cf. J. Cassavetes, A woman under the influence, EE.UU., 1974. 155 min.

sábado, 30 de enero de 2010

Preguntas y repuestas

¿En qué épocas se realizan la subsunción real y la formal? ¿La subsunción real no se da a costa de trasladar la formal al tercer mundo? ¿Se podría dar la real sin que existiera la formal?

Los procesos de subsunción del trabajo en el capital se dan siempre de forma tendencial y nunca plenamente clausurada, muchos menos de forma universal. Más bajo el modo del patchwork que de manera lineal y progresiva. Así, se podría afirmar que, tras un primer movimiento desordenado y contingente de acumulación originaria de flujos de valor descodificado y de potencia humana libre (doblemente libre, Marx dixit), la subsunción formal emerge lentamente y de modo puntual, muy localizado, desde el siglo XIV, pero no comienza a hacerse dominante hasta el Renacimiento genovés y, en menor medida, florentino: durante los siglos siguientes se extenderá con relativa rapidez, especialmente a Inglaterra, Alemania y Holanda. Si, simplificando en exceso, se puede considerar que la subsunción formal del trabajo en el capital supone la pervivencia de los modos de producción primitivos, medievales, bajo una nueva forma relacional, la forma-salario, en la que la potencia humana queda capturada como fuerza de trabajo, la cual a su vez aparece como una mercancía objeto de intercambio; lo cierto es que su expansión acontece de manera parcial y siempre determinada, para Marx, por la lucha de clases tanto entre la incipiente burguesía y el proletariado en ciernes (¿proto-proletariado o lumpen-proletariado? Masa-potencia humana sin clasificar, como los pájaros), como entre estas fuerzas aún no especificadas y las clases dominantes del régimen feudal en declive. Desde una perspectiva postestructuralista, la aparición y despegue de la forma-salario se encontraría sobredeterminada por una miríada de conflictos microfísicos en todos los órdenes del socius. Únicamente una vez asentada (naturalizada) la nueva relación de explotación, aunque sea sólo formalmente, en eso que se ha dado en llamar centro del sistema-mundo capitalista, se hará posible, que no necesario, el salto a lo que Marx denominara subsunción real del trabajo en el capital.

La relación-capital, en su implementación estrictamente formal, es decir, bajo la forma-salario, supone la producción de plusvalía absoluta a través de la explotación de la fuerza de trabajo. El problema que lleva aparejada la subsunción formal del trabajo en el capital es que la ampliación de la tasa de ganancia encuentra como tope las posibilidades físicas de la potencia humana. Una vez fijados los salarios al nivel de la supervivencia-reproducción de la fuerza de trabajo, ampliados los horarios laborales e intensificados los ritmos productivos hasta el límite de las capacidades humanas, la producción ampliada de plusvalor se estanca. Es entonces cuando la burguesía, clase revolucionaria por antonomasia, revoluciona la relación-capital. Su revolución, no ya política, sino económica, se llama Revolución Industrial, y supone el paso de la subsunción formal a la subsunción real del trabajo en el capital. A esta última fase le corresponde la producción de plusvalía relativa. Supone la emergencia de un modo de producción específicamente capitalista. No es ya sólo que el modo de producción sea formalmente capitalista, organizado según la forma-salario, es que lo es realmente. Si esta revolución burguesa se inicia en la segunda mitad del siglo XVIII, desde la perspectiva aquí precisada, no habría acabado aún, sino que sería una revolución permanente, continuada a través no sólo de la innovación de máquinas informático-semióticas, sino, sobre todo, a través de las biotecnologías. Sólo a partir de las décadas de los 70-80 del siglo XX la dinámica de la subsunción real se habría hecho dominante frente a otras formas de producción de plusvalor.

La hipótesis de una sucesión de fases tradicionalmente aplicada al estudio histórico del capitalismo (acumulación originaria, subsunción formal y subsunción real) no supone la supresión de los estadios previos por los posteriores. Más bien, de lo que se trata es de una superposición de lógicas, en la cual las dinámicas ulteriores implican la refuncionalización de las anteriores. La acumulación originaria no se extingue con la aparición de la forma-salario, ni la forma-salario desaparece con la configuración de un modo de producción específicamente capitalista.

Así, durante el periodo en que en el centro del sistema-mundo capitalista domina la dinámica de subsunción formal, las tensiones e impasses provocados por la lucha de clases parecen obligar a los capitales a una descompresión hacia fuera, hacia la colonización de nuevos territorios según la lógica expuesta por Lenin en su estudio del imperialismo. Ahora bien, el proceso de expansión del capitalismo, su internacionalización progresiva, no sigue un modelo único ni homogéneo. Existen múltiples formas desviadas de implantación del dominio económico burgués. Ejemplar a este respecto resultan las formas de organización del trabajo en los espacios de la periferia del sistema-mundo, en los que la esclavitud (que, obviamente, parece ser a priori una forma propia de la prehistoria capitalista) ha funcionado como el modelo preferido tanto de acumulación de capital y de mano de obra, como, más importante, de producción de plusvalor absoluto. EEUU resulta, sin duda, un campo geográfico privilegiado para la experimentación de estas formas desviadas de dominio capitalista, donde gracias al mantenimiento del régimen de esclavitud se hizo posible la constitución de un polo extremadamente fuerte de capitalismo liberal.

La subsunción formal supone una colonización hacia dentro, mediante normalización de las relaciones de explotación, y una colonización hacia fuera, como imperialismo desviante. Sin embargo, el periodo de la subsunción real del trabajo en el capital se caracteriza por ser postimperialista. La subsunción real no se puede constituir como la dinámica dominante sino tras la consecución del proceso de globalización, en el que el dominio capitalista se extiende a lo largo y ancho del mundo entero, sin dejar espacios geográficos exteriores y haciendo desaparecer progresivamente la distinción entre centro y periferia. La subsunción real, tendencialmente carece de afuera y de centro, se ejerce siempre hacia su interior, colonizando el interespacio en el que nos movemos y somos todos constituidos. Las formas desviadas de explotación (relaciones de servidumbre, de vasallaje, de esclavitud), pero también las nuevas formas de empleo flexible, precario, etc., brotan por doquier en el espacio liso y sin coordenadas del nuevo sistema-mundo capitalista, siempre en función de la intensificación de los procesos de extracción de plusvalía relativa.

En las postmetrópolis hiperdesarrolladas tecnológicamente, organizadas según espacios de consumo acelerado y abundantes en servicios, siempre hay un piso en el que se amontonan cuerpos esclavos, sin nombres ni derechos humanos, como un agujero en el luminoso cosmos dibujado por la forma-salario-modalidad-trabajo-temporal. Del mismo modo, en espacios supuestamente periféricos --países del tercer mundo, países en vías de desarrollo, etc., en terminología periclitada-- se localizan importantes focos de innovación biotecnológica. El capitalismo cubre la totalidad del planeta sin dejar resquicio a una exterioridad inmaculada. Lo cual no impide que numerosas franjas del globo se encuentren sumidas en la más absoluta pobreza, aparentemente abandonadas por el interés económico, ni que los procesos de deslocalización-relocalización de la producción fabril sigan ejerciendo, cada vez con más intensidad, como mecanismo de bloqueo de la ya escasa conflictividad obrera que atraviesa el antiguo centro del mundo capitalista. Con todo, lo que parece caracterizar la actualidad es precisamente la desaparición de las fronteras para el valor: para los capitales así como para las mercancías, incluida la mercancía-fuerza de trabajo, cuya movilidad es gestionada en función de las necesidades de la producción ampliada de plusvalía relativa. Esta modalidad de producción de plusvalor se ejerce a través de la disminución del valor del trabajo socialmente necesario. La tendencia que organiza el conjunto es la reducción, en el límite (imposible) a cero, del coste de la fuerza de trabajo: es decir, la supresión del valor efectuado en salarios directos e indirectos: la eliminación, no de la clase obrera, sino de la especie humana.

lunes, 18 de enero de 2010

Producciones histéricas

Desde un punto de vista psicoanalítico la histeria es la capacidad de somatizar modos de habla inconscientes. Cada gesto, cada aullido, cada sensación, cada modulación de la corporalidad histérica, es legible, así, en función del deseo, un deseo que, para los freudianos, se encuentra determinado a priori por la triangulación edípica. La histérica sería desde esta perspectiva aquella que, en las capas más profundas de su psique, sigue creyendo que la pérdida originaria no se ha producido y que, por lo tanto, el mundo no es más que una metonimia del útero materno, lugar de satisfacción inmediata de todos los deseos, espacio sin carencia.

Ahora bien, ¿qué ocurre si saltamos por encima de la clausura edípica, más allá de las nociones de castración y de complejo que imponen una interpretación uniformizante? Entonces mi cuerpo, ese espacio de inscripción del deseo, sería un campo de expresión literaria, el lugar de toda una serie de producciones histéricas, de modos de habla diversos e impersonales. Dado que el inconsciente es un sustrato anterior al yo, un espaciamiento social anónimo, lo que acontece al cuerpo -a mi cuerpo- es concreción de la potencia conflictiva del socius. No se trata ya de somatizaciones, por cuanto la distancia entre lo que habla y lo que se habla se ha difuminado. El cuerpo-inconsciente emerge como plano de escritura sin autor, texto material en contante transformación, declive y recomposición según una poética las más de las veces repetitiva, monomaníaca.

Mi cuerpo es él mismo efecto de una productividad histérica dinámica, organizada según ritmos orgánicos y pulsaciones concretas, pero también interferida de continuo, cortocircuitada por ruidos inármónicos que invocan a nuevas formaciones, otras figuras. Las variaciones y las modulaciones de los motivos, insertas en bucles de secuencias, en sistemas seriales como grandes estribillos, instituyen una coreografía interior que no acontece en el tiempo, sino que compone ella misma en lo inmediato fragmentos de tiempo. Sensaciones de mareo, los dolores y angustias, el anuncio del vómito o supuestos accidentes, pero también estados más o menos próximos al éxtasis gozoso o aproximaciones a la tranquilidad, son creaciones patafísicas de una subjetividad afectiva permeable, advenida ella misma a partir de una miríada de agentes materiales primitivos. Nada de lo que ocurre al cuerpo, nada de lo que cuenta el cuerpo, su plástica, es otra cosa que transcripción de un deseo múltiple y sin nombre alumbrada según trayectorias muchas veces destructivas.

domingo, 17 de enero de 2010

Les talismans


Una joya el tipo que cuelga estas cosas. Mientras leo Techno rebelde, de Ariel Kyrou, me encuentro con músicas inesperadas en el cajón de sastre que es la red. No es una mala forma de pasar el sábado noche.

viernes, 15 de enero de 2010

Receptáculos atógenos

Leo la teoría de las esferas de Peter Sloterdijk. Me chirría la jerga pseudoteológica que maneja casi tanto como la preeminencia ontológica que parece conceder a la intimidad frente al afuera. Sin embargo, me interesa sobremanera, ahora, la reflexión general en torno a la producción de espacios de inmunidad y la construcción de nichos ecológicos a partir de los cuales la emergencia de la subjetividad vendría a producirse y a reformularse de continuo. Nadie se autoconstituye sino en relación a otro, a partir de una burbuja cuando menos diádica: bipolar o multipolar. El espesor subjetivo aparece a partir de juegos de resonancia y sólo a raíz de la compartición-repartición íntima del espacio.

El análisis esferológico muestra cómo no somos sino efecto del ensambaje de espacialidades interiores ya a priori plurales. Cómo todo individuo se encuentra, paradójicamente, dividido en origen, siendo continente y contenido de los pares con los cuales forma burbuja. La pluralidad, aunque sea binaria, antecede al sujeto unificado, que en ningún caso se autonomiza plenamente. Los seres humanos requieren para existir de la formación de habitáculos en los que convivir en la medida en que dichas clausuras suponen la irrupción de sistemas de inmunidad frente al caos exterior, de microclimas cálidos frente al frío afuera. El drama de las microesferas reposa en que estas comunidades exhaladas llevan en sí mismas el principio de su propia destrucción.

"Entre los dos íntimos --escribe Sloterdijk-- se introducen objetos de transición, temas nuevos, temas accesorios, multiplicidades, nuevos medios; el espacio antes íntimo, simbiótico, atravesado por un único impulso, se abre a la diversidad neutra... lo nuevo viene siempre al mundo como algo que trastorna simbiosis previas".

La imposibilidad para los seres humanos de existir en el frío afuera, exige la habilitación de nuevos espacios íntimos en los que reconfigurar la subjetividad compartida, la producción de otros receptáculos autógenos desde los que transitar hacia el futuro. Hoy, que vivimos en un mundo de espuma, en el que multitud de ínfimas burbujas se dan descentradas, móviles y volátiles, se hace más necesario que nunca la modelación de nuevas parcelas de inmunidad, estirar la capacidad de reinvención y de inflamación de pompas cálidas. Lo cual no indica que debieran mantenerse inalterados los espacios constituidos, sino que, al contrario, ante la inevitable irrupción del afuera y el ineludible deterioro de lo que hay, parece conveniente la autoprogramación de una subjetividad permeable, por cuanto en el ámbito de una compeljidad espumosa, sólo la intensificación de los mecanismos de metabolización de los flujos invasivos, la eliminación de toxinas y la aceptación de antes ignoradas adicciones maquínicas parece permitir el refuerzo anímico.

sábado, 9 de enero de 2010

El Gran Enfermo

Recuerdo mal la película. Simón del desierto, de Buñuel. Para un ateo como yo, en principio, resultaba, sin duda, divertida. Una película de humor. Me doy cuenta ahora de qué lejos estaba de entenderla. De cuán ciego había permanecido ante la punzante verdad que en ella se desvela. Simón del desierto es una tragedia, terrible. La nuestra. Es la historia de nuestro fracaso. El dibujo preciso del origen de nuestro dolor. Al final el mal se impone y, como un último testigo antes del apocalipsis, el hombre, acaso de una vez y para siempre, permanece para ver su propia derrota. El triunfo del demonio no es sino nuestro mundo, nuestra vida: nosotros.

Nada importa aquí la parafernalia religiosa. Lo que se muestra se hunde en las raíces mismas de una cultura muy anterior a la cristiana. De lo que se trata es del hombre frente a sí mismo. No hace falta estudiar demasiado para saber que la problemática en torno al deseo es muy anterior al auge del cristianismo. Que este último no hace sino retomar, es cierto que introduciendo importantes cambios, una cuestión abordada ya desde Antístenes, Aristipo o Platón, desde esa rara caterva de vividores --pues acaso no haya otro sinónimo para la palabra filósofo-- que aprendieron de Sócrates que el único problema es el problema de la virtud, ese que, inscrito en el templo de Apolo, resume lo poco de digno que ha alumbrado nuestra civilización.

Y tal vez no otro que Epicuro --ese Gran Enfermo, amante incondicional de la vida, ese que la cristiandad tanto odió-- ha sido quien de modo más riguroso ha perfilado las aristas del problema: a parte de la de Diógenes el Perro, no encuentro otra reflexión más lúcida en torno a la cuestión del deseo. Pudiera ser necesario conocer hasta el fondo el dolor de la existencia para desplegar una mirada absolutamente alegre, un sí rotundo, sin peros ni excusas, una afirmación sin fisuras, un hedonismo sin sumisión. Me obsesiona, por ello, hoy la reflexión epicúrea en torno a las modalidades del placer, la exigencia de un ascetismo extremo, la obligación ética de renunciar a todo aquello que no sea estrictamente necesario. Como los cínicos, Epicuro parece saber que sólo a partir del dominio de todo deseo es posible el disfrute verdadero, que los placeres, siempre que no son necesarios, encierran un núcleo oscuro que conduce directamente a la insatisfacción, a la esclavitud: fuente esta del más terrible dolor. Las palabras que de la antigüedad nos llegan lo expresan mejor: "A quien no le basta con poco, con nada le es suficiente".

Pero nosotros no somos ni podemos ser epicúreos. La oportunidad para una vida virtuosa se encuentra quizá para siempre ya clausurada. Los ejercicios ascéticos que requiere una vida despojada de esos deseos que son sólo germen de frustración se han hecho imposibles. Simón del desierto narra la historia de ese fracaso. La derrota del hombre. Su pérdida definitiva del dominio de sí. La verdad de nuestro mundo, moviéndose compulsivamente al son que la tentación impone, no es otra que la de la imposibilidad constitutiva de conformarnos más acá de los automatismos sociopolíticos que gestionan, que producen, más y más excitación, más y más deseo, más y más frustración. Viviremos en el dolor. A pesar del dolor. Esclavos de nosotros mismos. Hambrientos siempre. Sin remisión.

miércoles, 6 de enero de 2010

Extraños todos

En realidad, la canción de Radiohead --sus guitarras-- ya lo dice todo. Importa exclusivamente sentirnos extraños: permanecer siempre fuera de lugar. Porque sólo desde ahí, desde el otro lado de nosotros mismos es posible la vida, el encuentro, la experiencia del no lugar en que la alteridad habita. En las últimas noches de insomnio la canción se ha repetido, --I'm a creep--, como una ruleta, como el giro de los dados que nombrara esa rara voluntad de poder que Bataille llamase voluntad de suerte: jugar a saltar sobre el límite infranqueable de nosotros mismos, apostar por la transgresión de lo que somos para devenir diferentes en la confrontación con el cuerpo ausente, como en un proceso quirúrgico que nos arrastra y nos moldea, que nos trastoca el rostro, que convoca a nuestra mandíbula hacia un nuevo territorio. Es sobre ese campo difuso del acontecimiento que se hace posible la fractura con lo que somos. Y, a partir de ahí, la experiencia límite de la satisfacción, de lo real, de lo imposible.

Podría seguro pretender eludir el cambio, hacer como que nada ha ocurrido, ignorar lo que sucede e insistir en la reacción, tal vez incluso en el reactivo deseo de venganza. Prefiero, sin embargo, instalarme tras lo ocurrido, cabalgar la línea recién abierta, profundizar en la falla. Pues aquí el dolor ya no importa. Sólo una gran afirmación nietzscheana repetida sobre el espacio sin profundidad de nuestra inmanencia, en la zona sin espesor de un volvería a vivirlo, de un "sí ha merecido la pena". Porque no ha sido sino en el tiempo detenido de la tragedia, allí donde, como a Edipo, el trauma desvela que uno no es quien creía que era, donde con más intensidad han brillado los mensajes recibidos y enviados, el encuentro de los cuerpos queridos y añorados, la luz solar que de uno mismo brota, la sonrisa sin espanto, la verdad fúlgida y mineral de la mirada afectuosa.

lunes, 4 de enero de 2010

Sin anestesia

Nuestro tiempo es como el que se dibuja bajo la luz blanca y uniforme del hospital. Duración desnuda. Ausencia de coordenadas. Presente sin movimiento. Espera en el vacío insomne.

Y, sin embargo, una y otra vez el acontecer se filtra según los flujos variables de la ternura y del cariño. También de la desidia, la traición o la impotencia. A través del espacio liso en que se extienden nuestros deseos, por definición fallidos, sólo la composición de alianzas capaces de revitalizar los conatus interpone un criterio racional frente al desvarío. No hay más ley que la que se deriva del imperativo de apoyo mutuo.

Por ello es necesario aprender a seleccionar las franjas desde las que desplegar los contratos físicos tanto como las singularidades con que articular la existencia propia. En un mundo sin segmentaciones todo sucede una sola vez. No hay segundas oportunidades. Ni importan un carajo las buenas intenciones. Los trenes, si se cojen, lo cual no siempre es fácil, siempre se cojen en marcha, a medio camino y con destino incierto. Hay que estar en disposición de apostar, de enfrentar el riesgo y, sobre todo, de asumirlo llegado el momento.

Y no hay nada que justifique no hacerlo. Todo lo demás es mera excusa con que cubrir la propia cobardía, la mala fe según la expresión sartreana. Al menos aquí Lacan no parece estar muy lejos del existencialista: toma las riendas de tu vida o no, poco importa; pero no esperes perdón alguno, pues la moral --el bien y mal-- es una patraña, dios ha muerto y nadie va a salvarte de lo que eres ni a resolverte la papeleta. Independientemente de lo que hagas no surgirá el deux ex machina. Ya sólo estás tú con tu deseo, tus actos y sus consecuencias..

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia