miércoles, 29 de diciembre de 2010

La llamada de lo salvaje


"Dice la verdad quien dice la sombra"
P. Celan

Como tantos otros he atravesado la noche, saltando, como si llegara del cretaceo, hasta el crepúsculo. Es tarde y no resultaría oportuno andarse con rodeos. Vivimos en uno de esos Estados que Derrida llamara canallas. Rogue state, dicen los americanos. Es un término como el de "tolerancia cero". Inventado por los poderosos para estigmatizar a sus enemigos. Sin embargo, fue Chomsky quien mostró cómo precisamente esos Estados que habían inventado el nombre y el estigma (algo así como un prolegómeno para dibujar la asíntota a partir de la cual establecer lo que llamaron eje del mal) eran y son precisamente los más canallas de entre todos los Estados canallas.

El término suele utilizarse para designar a esos Estados-nación que restringen fuertemente los derechos humanos y defienden el terrorismo. También para los denominados Estados-parias. En realidad, lo interesante de Chomsky y de Derrida, su juego perverso, consiste en demostrar hasta qué punto quienes califican a otros de canallas son los verdaderos canallas: cómo precisamente aquellos que imponen la legislación internacional son quienes de manera sistemática incumplen su propia ley.

Pero yo no quiero hablar ahora, a esta hora ya extraña, de política internacional. Quiero hablar de nosotros mismos, del sistema político que sobre nuestras espaldas de funda y se sostiene. El nuestro es un Estado canalla no porque incumpla con la legislación de las Naciones Unidas. Hace algo mucho peor. Incumple sus propias leyes, el derecho, los derechos de tantos. De aquellos a los que ahora tanto gusta la televisión y los idiotas que la siguen llamar privilegiados, sin duda; pero también del resto. Si algo me fascina del decreto ley aprobado en consejo de ministros (y lo escribo todo en minúsculas a conciencia) el pasado 3 de diciembre, es que unía, por una vez, al lumpen, a los residuos humanos, a los parias, con el nuevo (y ya no tan nuevo) proletariado.

Trataré de ser breve: a día de hoy la mayoría de la población no es necesaria en tanto que fuerza de trabajo. Su persistir (mediante subsidios) en la existencia supone sólo un gasto inútil, pérdidas para este capitalismo que algunos caracterizan como tardío. Su exclusiva utilidad (viejo ejército de reserva) reside en funcionar a modo de pistón que presione a los trabajadores a mantener sus sueldos al mínimo. Pero su número ha crecido de tal modo que incluso en ese sentido se ha vuelto innecesaria su permanencia. Ya sin soportes ni esperanzas podríamos imaginar que se lanzasen a construir barricadas. Ahora bien, entre el lumpen y los nuevos proletarios, esos que los italianos dieron en llamar, creo que inoportunamente, proletariado cognitivo, el sistema capitalista ha creado una especie derivada, un híbrido, las precarias, gentes con trabajos a tiempo parcial, tiempo flexible, contratos temporales, capacidad de multitareas, de cambio constante y readaptación. El trabajo precario sirve como mecanismo de contención frente a la revuelta desesperanzada del lumpen, de los pobres que ya nada tienen salvo su presente y su fuerza. Un contrato de diez horas semanales es como la luz intermitente de un faro en el mar agitado. Crea expectativas de mejora. Desactiva la rabia y la desesperación al tiempo que genera inútiles esperanzas.

El 3 de diciembre pasado jodían a los controladores al mismo tiempo que suprimían los subsidios de desempleo. El Estado de Alarma quizá iba dirigido, más que a ningún otro colectivo, al de los parados, como un golpe de efecto no sólo mediático que los contuviera y no los lanzara al centro mismo de la metrópolis. Pero es el propio Estado, con su estúpido palo, el que ha juntado al perro aristócrata con los lobos, al estilo del cuento de Jack London. Los privilegios se han terminado. Ya todos, trabajadores o no, somos precarios: lumpen maquillado con mil baratijas de consumo, residuos humanos controlados a través de las expectativas de trabajos de los que en cualquier momento podremos ser desechados. Es el capital el que nos ha unido bajo su paraguas despótico. Hemos sido abandonados frente un afuera que ya es sólo noche.

Pero en la noche se erige la sombra. Lo dijo J.-P. Sartre en una ocasión desafortunada, en un texto redactado para La Cause du peuple el 15 de octubre de 1972 y ya nunca más reeditado. Sostuvo lo insostenible. ¿Pero qué otra cosa que lo insostenible resta frente a lo insoportable? Copio su sentencia salvaje, escrita a la edad de sesenta y siete años: "Le principe du terrorisme est qu'il faut tuer... C'est une arme terrible, mais les opprimés pauvres n'en ont pas d'autres".

domingo, 26 de diciembre de 2010

Intervenciones

Mi último artículo en prensa: "Aviso a navegantes".

sábado, 25 de diciembre de 2010

Violencia y derecho

Hacer visible lo más cercano probablemente sea la función que se impone a la filosofía en estos tiempos extraños, ahora que lo real se confunde con lo obvio-indiscutible. Es en la ausencia de distancia, en la máxima proximidad, cuando la visión se ciega acaso por exceso de cercanía, haciendo imperceptible lo que somos y lo que nos rodea: la actualidad. Lo enseñó Canguilhem, teórico de la ciencia que hizo del más alto rigor conceptual su principal compromiso en la vida, sólo comparable, no lo olvidemos nunca, con su compromiso antifascista: es contra la evidencia que debe ejercitarse la filosofía. La frase que dirigiera en el Londres de 1943 a Raymond Aron aún resuena insistente en mi cabeza: "Soy spinoziano, creo que nos aferramos en todas partes a lo necesario. Necesario es el eslabonamiento de las matemáticas... y también necesaria es la lucha que llevamos adelante".

Me agarro, también yo, a lo necesario, a la rememoración del Estado de Alarma decretado el 4 de diciembre de 2010 en España, que permanece y se prorroga, que se extiende en el tiempo y que parece que, precisamente a través de ese prorrogarse, tiende a perderse en el olvido, a pasar a lo imperceptible. No es necesario ser demasiado avispado para saber que quien controla los tempos gobierna la actualidad. Es esa actualidad la que nos está siendo hurtada. A un acontecimiento le sucede otro, a ése, el siguiente. La velocidad de sustitución no oculta nada y, sin embargo, desactiva toda posibilidad de intervención sobre un presente ya siempre diluido. El tiempo se licua hasta devenir un torrente en el que parece inútil introducir los remos.

Por eso, ahora que el Estado de Alarma se despliega no ya como respuesta a una calamidad que nunca existió, sino como dispositivo preventivo frente a posibles cortocircuitos en el sistema, acaso convenga retornar sobre algunas percepciones que pudieran iluminar la penumbra que nos acecha, insistir en un presente que constantemente se borra. Ha sido Giorgio Agamben quien de manera precoz ha expuesto cómo "el estado de excepción, como estructura política fundamental, ocupa cada vez más el primer plano en nuestro tiempo y tiende, en último término, a convertirse en regla". No se trata aquí de confundir Estado de Alarma y Estado de Excepción, que, junto al Estado de Sitio, tienen estatutos diferentes en nuestro orden constitucional. Sí, sin embargo, de poner de relieve en qué medida todos ellos suponen la suspensión, según diversos grados, de la distinción entre ley y violencia. Como apunta Agamben, la soberanía no es otra cosa que el punto de indiferencia entre violencia y derecho, "el umbral en el que la violencia se hace derecho y el derecho se hace violencia".

El problema, así, no es tanto el de la ilegalidad (por otro lado obvia) de la violencia instituida como norma en el Estado de Alarma tal y como fuese decretado por el Gobierno Español, sino, precisamente al contrario, el de la indistinción entre derecho y violencia que tal declaración determina. Lo que, en último término, esto supone es la suspensión de la ley como instancia diferenciada respecto del ejercicio descodificado de la fuerza y la desaparición de la ficción sobre la cual se erige el propio orden constitucional. No hay ni puede haber ilegalidad en la medida misma en que la fuerza se hace ley, cuando derecho y violencia se coagulan en un solo punto: en una Forma-Estado que queda configurada al mismo tiempo como: 1) expresión directa de una (imaginaria) voluntad general de la sociedad civil, y 2) como potestas liberada de cualquier limitación extrínseca a su propia potencia constituyente. Es a eso, y no a otra cosa, a lo que llamamos Estado fascista.

Ahora bien, el Estado fascista, al igual que otras posibles Formas-Estado perfectamente diferenciadas de éste, no es una realidad originaria desde la cual el poder se ejercería, no es una instancia trascendente cuyo dominio recae desde arriba sobre la sociedad civil como si del rayo de Zeus se tratara. La hipótesis, en cierto modo clásica, que supone la coexistencia de dos entidades relacionadas pero entre sí diversas (por un lado la Sociedad, en tanto multiplicidad humana, y por otro el Estado) no sólo responde a un error de observación, sino que supone el levantamiento de una mitología que impide analizar los mecanismos a través de los cuales el propio Estado se configura. Porque el Estado no es causa, sino efecto: es la resultante de toda una serie de disposiciones de ínfimas relaciones de poder que tienden a coagularse hasta generar la imagen de un conjunto unificado de Aparatos. En el límite, el Estado no es sino el efecto de un proceso siempre concreto de estatización del socius. De ahí que pueda darse una multiplicidad de tipologías estatales, siendo que cada forma-estado responde a una cepa modificada, a una estructuración histórica y, por lo tanto, contingente de la inmanencia irrevocable del socius.

¿Qué caracteriza, entonces, la emergencia de una modalidad de estatización fascista frente a otras posibles? No sólo la segmentación del cuerpo anónimo del socius en una estructura binaria que, al separar y relacionar, crea esas dos entidades diferenciadas que son la Sociedad y el Estado; sino el proceso por el cual dichas entidades tienden a identificarse la una con la otra hasta confundirse. Es ahí donde la institución deviene soberana en un sentido absoluto: cuando se coloniza la vida de las poblaciones hasta el punto de que éstas se hacen indistinguibles respecto de la propia estatización política; en definitiva, cuando la multiplicidad de individuos que conforman la Sociedad se considera Estado. Es entonces cuando a cada intervención sobre el socius se responde con un aplauso. Cuando el Estado aparece como expresión no mediada del deseo de la Sociedad y, por tanto, toda violencia ejercida desde el Estado resulta legitimada como derecho. Esto es lo que significa el Estado de Alarma. La legitimidad de la violencia ejercida de manera soberana sobre los controladores aéreos.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Estudiantes en resistencia

Lo escucho hoy en el telediario. El informe PISA (Programme for International Student Assessment) concluye que los jóvenes surcoreanos son los mejores estudiantes del mundo. La noticia añade que los índices de suicidio entre estos mismos estudiantes aumentaron en un cincuenta por ciento durante el último año.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Estado de alarma

Odio escribir sobre los políticos que dicen representarnos, traidores inmundos de la especie humana. Sin embargo, lo real-despreciable se impone en estas horas aciagas. Leo a amigos que aún escriben y se preocupan por la música y por la literatura, por la poesía o la filosofía, por esos espacios extraños, diferidos, en definitiva, respecto de lo real-inevitable. A mí me obsesiona ahora el gesto aquel de René Char, quien se negase a escribir mientras durase el nazismo. La escritura, dijo, no es suficiente.

Sé de la importancia del estilo, del rigor que exige la escritura, de la necesidad de revocar las formas del decir instituido. Sin embargo, hay días en que se impone el hablar claro, el abandono respecto de los juegos retóricos y las teorías. Cioran habla de cómo una noche de insomnio es capaz de destruir el más estable de los sistemas metafísicos. Yo vivo desde hace unos días algo semejante a una larga noche insomne, obsesionado por no cerrar los ojos ante lo que acontece, al terror que ya es y que se avecina.

El Estado de Alarma, hermano menor del Estado de Excepción y del Estado de Sitio, ha sido decretado por el gobierno español el 4 de diciembre de 2010. Gracias a él han quedado bajo poder militar ciertos territorios y más de dos mil ciudadanos hasta hace unos días civiles. La medida, por más constitucional que se diga, no por ello deja de poner en marcha un mecanismo fascista que supone un salto en la modalidad del ejercicio político. Decía Foucault que el fascismo no es un elemento externo a las democracias occidentales, sino precisamente una virtualidad permanente, estructural, intrínseca a nuestro sistema que se puede poner de manifiesto a la menor ocasión. Esa ocasión ya ha tenido lugar.

He visto en el televisor cómo hordas exaltadas pedían la cabeza de otros ciudadanos y gritaban en favor del despido libre. Al grupo Love of lesbian en concierto arremeter, entre canción y canción, contra los trabajadores. En la panadería a gente que pedía cárcel para aquellos a quienes consideraban responsables de haberles hecho perder un vuelo y unas vacaciones. He tenido que contemplar cómo personas a las que consideraba amigos e incluso compañeros de lucha se batían en contra de trabajadores asediados. Lo había leído en Deleuze y Guattari, y en Reich. El problema del fascismo es un problema de deseo. Son las masas las que desean el fascismo. Y no sólo para los demás, también para sí mismas.

Los militares han entrado en la gestión política del Estado y de los asuntos que sólo atañen a los ciudadanos. Resolverán el problema, no tengáis la menor duda. Ya veremos quién los echa luego. Muchos de vosotros lo habéis fomentado. Vuestras críticas a los controladores aéreos no han sido sino la excusa que el gobierno ha necesitado para dar su golpe de mano. La pregunta la hizo un chaval de apenas dieciséis años en pleno Renacimiento. Spinoza no hizo sino reformularla: ¿por qué lucháis por vuestra servidumbre como si se tratase de vuestra salvación?

Decía Goethe, ya cercano a la muerte, que llevaba ochenta años intentando aprender a leer y que aún no lo había conseguido. Aprender a leer es una tarea que abarca toda la vida. Se lo digo a mis alumnos cada comienzo de curso, que saber lo que pone en un anuncio de coca-cola no es saber leer y que el sistema escolar no les prepara sino en el analfabetismo. Ahora observo sus consecuencias. El gobierno decreta el Estado de Alarma al margen de la ley que lo regula. Apenas es necesario saber juntar las letras para darse cuenta de que el sentido de la ley que define los casos que permiten la declaración de este Estado no se cumple. Sin embargo, los parlamentarios no parecen haberlo percibido. La mayor parte de la ciudadanía no parece haberlo percibido. Nadie parece saber leer.

No hace falta haber leído a Marx, pero es conveniente para entender qué diablos es una huelga, cosa que (a veces creo que deliro) todos parecen haber olvidado. La huelga no es una cuestión de derecho, ni se juega al nivel del derecho. El derecho pertenece a eso que solía llamarse superestructura. La huelga supone una intervención en la infraestructura. Así que eso del derecho de huelga es una estupidez supina. Y el asunto de los servicios mínimos no es más que un modo de desactivar el arma fundamental de los trabajadores frente a las presiones del capital, su potencia de fuga. Así que hablemos de lo que debiera ser obvio, de eso que Vaneigem llamaba banalidades de base. La huelga es un mecanismo que se sitúa en la dimensión descodificada de la lucha de clases, o, si gusta más la jerga nietzscheana, en el espacio inmanente de las fuerzas en conflicto. La huelga supone, llana y simplemente, la supresión de la relación entre explotadores y explotados, y, por tanto, la supresión de la producción de plusvalía que esa relación supone: la auto-supresión del trabajador en tanto que tal. Toda huelga es, necesariamente, eso que ahora llaman huelga salvaje: ruptura de la relación-capital, invención del comunismo. Así que déjense de gilipolleces con la historia esa de que una huelga salvaje es inaceptable y otras chorradas por el estilo. Si les parece inaceptable una huelga salvaje, al menos ya saben una cosa, saben de qué lado están, del lado de los explotadores, del lado del capital y de sus empresas. Sepan también que no me tendrán como amigo.

Pero los controladores aéreos ni siquiera han hecho una huelga, sino que se han acogido a su derecho a la salud. Freud hablaba del malestar de la cultura. La actualidad intensifica de manera exponencial dicho malestar. Gobierna, nos gobierna a través de él. Hoy que se abandona a miles de personas al paro sin subsidios al tiempo que se las responsabiliza de su situación, hoy que se hunde a la población en la precariedad extrema y se la somete al máximo estrés, hoy que para sobrevivir hemos de comer ansiolíticos, somníferos y antidepresivos en cantidades masivas, obligados como estamos a poner nuestra vida entera a trabajar para poder permanecer conectados a un sistema que nos expulsa sin descanso; los controladores aéreos están, sin embargo, impedidos por ley a consumir cualquier tipo de tranquilizante so pena de quedar temporalmente inhabilitados en sus funciones. Al mismo tiempo, el gobierno decreta una ley, otra más, que no es sólo un ataque a sus condiciones de trabajo y de vida, sino un ataque a su dignidad como colectivo y a su integridad como individuos. Hacen uso entonces de su derecho a la salud, en concreto a la salud mental, minada tras meses de ataques injustificados por parte de la empresa y del gobierno. Eso pasa a ser considerado delito de sedición. Pero su malestar es el nuestro, el de todos. Su epidemia de ansiedad nada tiene de sorprendente. Es la misma que sufrimos todos los demás: enfermedades del vacío las llaman. La cuestión es si vamos a seguir sometiéndonos a sus terapias químicas o vamos de una maldita vez a reventar.

A lo largo del 2009 en France Télécom se inicia una ola de suicidios debido a las condiciones draconianas a las que la empresa somete a sus trabajadores. Si mis cálculos no fallan, han sido reconocidos por la empresa 48 suicidios en dos años. Es una opción, la última. En las cárceles se llevan practicando los suicidios y las auto-mutilaciones como formas de resistencia desde hace años. Hay, en los últimos años, una epidemia de gente que, frente a situaciones irresolubles, se quema a lo bonzo. Cuando es la propia vida la que juega en contra de uno mismo y ya no hay afuera, ¿cuál es la solución? ¿Permanecer en el sufrimiento o saltar al precipicio? Los controladores aéreos, creo que muy oportunamente, no han decidido suicidarse: ante una situación vital insostenible, vejados por insultos constantes, persecución de sus hijos en las escuelas, ataques de conocidos y desconocidos, etc., han decidido abandonar sus vidas, sus trabajos, su empresa. El Estado, apoyado por una población fascista, ha sacado al ejército, ha sacado las pistolas y las cárceles. Ha desactivado los únicos mecanismos que tenían, la huelga y el derecho a dejar el puesto de trabajo. Pero aún no han acabado con lo que les mantiene a flote como gremio y como individuos, su unidad como colectivo. Sin embargo, no otro es el objetivo último del Estado en su tarea de destrucción total: arrasar lo común, aislar en una soledad irrevocable, sin apoyo alguno.

¿Saben que los controladores franceses y portugueses se solidarizaron con los españoles, no dejando surcar su espacio aéreo a ningún avión procedente del territorio español mientras el paro durara? ¿Saben que el sindicato de pilotos se solidarizó con el de los controladores aéreos? ¿Saben que otros muchos sindicatos y colectivos europeos e iberoamericanos del ámbito de la aeronáutica han estado al lado de los controladores aéreos españoles y se han avergonzado de la respuesta brutal del Estado Español? Y luego tenemos que escuchar a los estúpidos políticos y a los despreciables empresarios del turismo hablando del deterioro de la marca-españa. España es una mierda, y no por culpa de los controladores, sino por culpa de estas hienas que nunca tienen bastante y a cuya cabeza se encuentra el antiguo colaborador del gobierno de los GAL, el inmundo Rubalcaba, gran ganador de esta debacle política.

¿Saben que el Estado Español, con nuestros impuestos, contrató hace más de un año a una empresa, en concreto a una consultora americana experta en la destrucción de sindicatos? Mckinsey, creo recordar que se llama. Ella ha sido la encargada de planificar lo que desde hace más de un año los controladores vienen sufriendo. Son los mismos que privatizaron Renfe y otras tantas empresas. Luego el trabajo sucio consistente en reventar cualquier posibilidad de convenio colectivo ha recaído en manos de un bufete de abogados experto en estos menesteres y también, por supuesto, pagado con el dinero de las arcas públicas, con nuestro dinero. Su nombre es Cusan-abogados, empresa integrada desde hace un par de meses en la firma internacional KPMG. Son ellos los que han estado llevando en nombre de AENA y del Estado las reuniones con el sindicato USCA: expertos en técnicas que permiten reventar física y psíquicamente al más duro de entre los delegados sindicales. Eso por no hablar de las serias sospechas de que a algunos de los miembros de la anterior cúpula del sindicato les hayan untado de pasta para desactivar cualquier posible brote de antagonismo. Pero las bases asamblearias lograron quitarse de encima a esa cúpula y generar un contexto algo más favorable, gente con menos experiencia pero más honrada. Ahora el gobierno dice explícitamente que va a descabezar al sindicato, que va a arrasar con los delegados sindicales, supuestamente protegidos por ley. Nada dicen al respecto los sindicatos mayoritarios. Ni UGT ni CCOO tullen ni mullen cuando se está persiguiendo de modo explícito a compañeros, ni cuando se arrasa con derechos laborales fundamentales. La fiscalía no duda en participar en la purga. Y, a pesar de todo, la historia no ha terminado. Las asambleas, aunque ahora desactivadas, pueden volver a brotar. Además, hay otros conflictos abiertos. Los pobres son más pobres. La rabia de muchos va en ascenso. Los controladores no están solos. Yo, al menos yo, estoy con ellos.

¿Y vosotros? ¿Vais a permitir que, no ya nuestro gobierno, sino nuestro Estado, pisotee los derechos civiles más básicos de un colectivo de trabajadores? La declaración del Estado de Alarma no va dirigida sólo a los controladores: es un aviso a todos los colectivos, trabajadores o no. La crisis (eso que llaman crisis y que cada vez se demuestra con más claridad que no es más que una recomposición del sistema capitalista para eliminar toda restricción a su proceso de auto-valorización) ha abierto una caja de Pandora que promete tempestades para todos: desatención de las personas más necesitadas, jubilaciones imposibles, recortes sociales: eso es sólo el principio. ¿Qué ocurrirá cuando empiecen, si es que empiezan, las movilizaciones? ¿De verdad creéis que las tasas universitarias sólo subirán en Gran Bretaña? ¿Qué las reformas no van a afectaros? ¿Qué vuestras pequeñas empresas van a sobrevivir? ¿Qué no vais a tener que hacer concesiones para mantener vuestros trabajos? Si están siendo capaces de aplastar la lucha de un colectivo que posee una posición estratégica en el sistema de producción y distribución y que tienen un grado de sindicación y una disciplina de acción inigualable, ¿qué diablos pensáis que van a hacer con vosotros, cuya capacidad de intervención en mínima? ¿Qué vais a hacer? ¿Quemar contenedores? ¿Pegaros con la policía? ¿Agachar la cabeza esperando a que escampe?

Es hora de hablar con los amigos, de crear redes de apoyo mutuo y de resistencia, de prepararse para lo peor, de inventar nuevas formas de lucha y de estudiar las antiguas, de aprender a ser tipos duros, de recuperar la experiencia política que durante los últimos treinta años nos han robado. No hablo de revolución. No soy un iluso. Hablo de resistencia. Es el tiempo de la acción común y de la ruptura. La poesía y la filosofía tienen que retornar a su función olvidada: cambiar la vida.

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia