miércoles, 19 de febrero de 2014

La traición de Clitemnestra

«tú que eres y serás / cuando yo ya no sea  /
X sordo / mazo gigante / rompiendo mi cabeza»
G. Bataille, La Orestiada


«Una vez que Perséfona casta por varios caminos
Retiró de mi vista las almas de aquellas mujeres,
Vino Agamenón, el Atrida; llegaba sumido
En tristeza y en torno reuníanse las almas de aquellos
Que su sino cumplieron con él en las casas de Egisto.
Conocíome al momento que en mí se posaron sus ojos
Y clamó en alta voz derramando espesísimo llanto.
A mi encuentro tendiendo las manos trató de [abrazarme,
Mas faltaba del todo ya en él la indomable energía
Y el vigor que otro tiempo animara sus ágiles [miembros.

Brotó el llanto en mis ojos al verle, apiadóse mi alma
Y, dejándome oír en aladas palabras, le dije:
“¡Gloriosísimo Atrida, oh tú, Agamenón soberano!
¿Qué destino te vino a abatir en la muerte penosa?
¿Fue quizá Posidón quien dio fin a tu vida en las naves
Suscitando las ráfagas fieras de vientos adversos
O matáronte en tierra los enemigos al tiempo que [hacías
De sus bueyes botín o sus pingües rebaños? ¿O en la lucha
Sucumbiste por una ciudad o por bellas mujeres?”

Tal hablé. Sin hacerse esperar contestó por su parte:
“¡Oh Laertíada, retoño de Zeus, Ulises mañero!
En verdad no acabó Posidón con mi vida en las naves
Suscitando las ráfagas fieras de vientos adversos
Ni me dio muerte en tierra tampoco ningún enemigo;
Que fue Egisto el que urdió consumar mi ruina de acuerdo
Con mi pérfida esposa. Invitado a su casa, en la mesa
Me mató como matan a un buey de cara al pesebre
Con la muerte más triste; y en torno también uno a uno
Sucumbieron mis hombres. Así colmilludos jabatos
Van muriendo en la casa de un noble opulento en los días
De comidas a escote, de bodas, de ricos festines.
Tú ya has visto, sin duda, morir multitud de varones
Tanto en lid singular como en recios combates de guerra;
Pero nunca sentiste una tal compasión cual te hubiera
Embargado si allá entre las jarras y mesas repletas
Nos miraras yacer en el piso humeante de sangre.
Oí, en esto, la voz lastimera de la hija de Príamo,
De Casandra, a la cual sobre mí la falaz Clitemnestra
Daba muerte; expirante ya en torno al cuchillo, los brazos
Intenté levantar, mas en vano. Y aquella impudente
Apartóse y no quiso, ni viéndome ir al Hades,
Con sus manos mis ojos cubrir ni cerrarme los labios.
En verdad que no hay nada más fiero ni más miserable
Que mujer que tamañas acciones prepara en su pecho,
Como el crimen inicuo que aquélla ideó de dar muerte
Al esposo, señor de su hogar. ¡Y yo, en tanto, pensaba,
Al llegar a mi casa de nuevo, gozar del cariño
De mis hijos y siervos! Sin par en su mente perversa,
La ignominia vertió sobre sí y, a la vez, sobre todas
Las mujeres, aun rectas, que vivan de hoy en el mundo.”
De ese modo él habló y, a mi vez, contestándole dije:
“¡Oh desgracia! De antiguo ya Zeus, el de amplia mirada,
Al linaje de Atreo con saña persigue ayudando
Mujeriles designios: Helena perdiónos ya a muchos
Y ahora a ti de tan lejos urdió su traición Clitemnestra.”

Tal hablé. Sin hacerse esperar contestándome dijo:
“Así, pues, no seas tú, por tu parte, remiso tampoco
Con tu esposa ni le hagas saber todo aquello que pienses;
Dile sólo una parte y esté lo demás bien oculto.
Mas, ¡oh Ulises!, a ti no te vendrá por tu esposa la muerte,
Que de mente bien cuerda y honrado sentir en el pecho
Es la hija de Icario, Penélope, insigne en prudencia:
Desposada en su flor juvenil la dejamos nosotros
Al partir a la guerra y un niño tenía en su regazo
Tierno entonces aún, mas que ya entre los hombres se cuenta.
¡Bienhadado! Su padre ha de verlo una vez que allí llegue
Y él también, como es ley, echaráse en los brazos del padre,
Mientras ella, mi esposa, impidió que saciara mis ojos
Contemplando a mi hijo: primero acabó con mi vida.
Otra cosa te habré de decir, tú reténla en tu mente.
A escondidas y no al descubierto dirige a tu patria
El bajel: no es posible hoy más confiar en mujeres.»

Odisea, XI, 385-456.

Pablo Lópiz Cantó

Para una filosofía de la inmanencia